Ni Libres ni Seguros

En medios académicos, políticos y de difusión popular se ha destacado la diferencia esencial entre el comunismo soviético y el capitalismo occidental. Mientras aquel privilegió la justicia frente a la libertad, este descartó la justicia para entronizar la libertad. El bloque soviético y el bloque occidental coincidieron en el mal resultado de sus políticas: ni amordazar el pensamiento conduce a la igualdad, ni marginar a los pobres hace libres a los ricos. Los dictadores del este y los caudillos del oeste fueron incapaces de percibir que libertad y equidad pueden convivir, si se lo desea.

Hace menos de 20 años el final de la guerra fría dejó sin respuesta el dilema apremiante de la posguerra y ya se nos ha sujetado a otro, de distinto origen pero parecidas consecuencias. Resulta que ahora se nos advierte que es necesario sacrificar la libertad para construir la seguridad. El más caracterizado de los actuales caudillos de occidente, George W. Bush, ha tenido la osadía de argumentar que el espionaje de sus compatriotas sin autorización de los tribunales como lo exige la ley es indispensable para adelantar lo que él llama guerra contra el terror y que el ordenarlo sin sujetarse a las leyes, como él lo ha hecho, no viola la ley.

Sin tratar de descifrar el galimatías mental del líder del mundo libre, y dando crédito a su afirmación de que el susodicho espionaje ha evitado graves atentados terroristas –a pesar de que en repetidas oportunidades y en materia grave las explicaciones del presidente no han sido verosímiles—cabría formular al menos dos preguntas. Admitiendo que la democracia es el menos imperfecto de los sistemas de gobierno hasta ahora practicados y que el régimen de derecho es indispensable para el ejercicio de las libertades civiles. ¿Puede ser democrático un gobierno en el cual el presidente decida por sí y ante sí cuales leyes obedece y cuando? ¿La intrusión en la vida privada de los ciudadanos es el único o el mejor instrumento para conseguir la seguridad de los espiados y de sus compatriotas?

Como si esto fuera poco, el terror al terrorismo ha desencajado las prioridades de las actividades y gastos del gobierno, inflando los militares y de “inteligencia” y olvidando los sociales. ¿Ha muerto de nuevo la justicia, esta vez a manos de la seguridad?

El ejemplo y el pánico se han extendido por el mundo. No es clara, ni nunca se sabrá, la medida en que algunos países europeos, asiáticos y africanos han contribuido para montar una red de espionaje global y un sistema oculto de transporte de prisioneros sin rostro. Algunos países, como Colombia con la doctrina de la seguridad democrática del presidente Uribe, parecen duplicar ciertas características de operaciones ocultas y olvido de las masas que redefinen la noción de democracia y abrazan como única religión la lucha contra el terrorismo, sin indagar por medios más racionales y efectivos de adelantarla.

Somos la generación del miedo. Nuestros gobiernos son muros donde rebotan las amenazas. Nuestra única iniciativa es reaccionar a los golpes de los terroristas cuando se producen, evitarlos cuando es posible. A nadie en los escalafones de los poderosos parece haberse ocurrido que además de afrontar a los malhechores por medios legítimos sería posible unir a los ciudadanos de buena voluntad, en cualquier parte del mundo o en cualquier pueblo de la tierra para que una acción social conjunta establezca las bases necesarias para erradicar el terror y reemplazarlo con la solidaridad y la unidad de todos. La defensa de los intereses compartidos será más efectiva que la arbitrariedad estatal.

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