El Mundo, Patrimonio de la Humanidad

La organización de Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, UNESCO, señala de tarde en tarde sitios de excepcional belleza arquitectónica, trascendencia histórica o logro estético y los declara Patrimonio de la Humanidad. Da así testimonio que el genio y la belleza trascienden el ánimo estrecho del espíritu individual y pertenecen al alma colectiva.

Iniciativa admirable la de UNESCO, pero corta en alcance e insuficiente en abarcadura. Es apenas una forma de aproximación al objetivo verdadero, que consiste en rescatar la noción de que el mundo es patrimonio de la humanidad. Mientras UNESCO privilegia rincones de la tierra, la llamada civilización cristiana se empeña en negar la participación común en el mundo que habitamos.

Se nos ha enseñado a los cristianos que “no oprimirás ni vejarás al forastero.” Somos duchos los discípulos de tan generosa enseñanza en defender a dentelladas lo que consideramos propiedad enmarcada por las fronteras, humillar a quienes se atrevan a cruzarlas sin previo permiso de los poderosos y devolver a los empujones a los atrevidos peregrinos que han llegado a gozar de una parte mínima de nuestro patrimonio nacional. Somos especialistas en oprimir y vejar al forastero.

Ni para allí el atrevimiento de quienes nos consideramos superiores a esos visitantes inoportunos que vienen a contagiarnos su miseria. Porque de acuerdo con la noción de justicia que impera en nuestros días es equitativo que mientras un puñado de naciones ricas disfruta de todos los frutos de la tierra, el Sur del planeta se muera de hambre y de sed. Bien es cierto que numerosas conferencias internacionales emiten declaraciones de utópica generosidad que no remedian en absoluto los injustos desequilibrios que provocan las emigraciones de los desheredados a las fincas de los ricos.

Pero hay algo más todavía, esta civilización occidental y cristiana, tan poco civilizada, está haciendo que el planeta se degrade al punto que un día no muy lejano sea incapaz de sustentar a pobres ni a ricos. Mientras los preclaros funcionarios de Norte y Sur se entregan a debatir si hay o no calentamiento de la tierra, las fuerzas de la naturaleza se encargan de demostrarles su desbordada capacidad de destrucción. Mientras unos y otros discuten si firmar o no el Pacto de Kyoto, sus empresas bien queridas siguen inundando de veneno la atmósfera.

Los valores que deberían inspirar a la civilización cristiana sólo existen en los viejos libros de los apóstoles y los profetas, en las descabelladas peroratas de los demagogos y en los sueños de un puñado de idealistas. Vivimos en una época insolidaria, intolerante y cruel. El difícil regreso al amor al forastero sería lo único que puede salvarnos de una hecatombe colectiva.

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