Se decía por entonces que la política era el arte de gobernar y la tarea del gobierno procurar la buena marcha de la sociedad. Presidentes y ministros andaban sin escolta por las calles y era inconcebible que salieran ricos de sus puestos. Hubo pocos gobernantes buenos y muchos malos pero todos parecían respetar la posición que ocuparon y a quienes los habían elegido. Primer mandatario quería decir el que tenía la responsabilidad de proteger los derechos de los demás, que eran iguales a los suyos.
Eran sociedades que sufrían grandes limitaciones. No disfrutaban de los increíbles avances tecnológicos de nuestro tiempo. No se podían comunicar de manera instantánea gracias a los prodigios electrónicos que ahora nos parecen rutinarios; la forma de comunicación rápida solía ser el telegrama, que con frecuencia pasaba días dando vueltas por las oficinas de las telegrafistas. Cuando miraban al firmamento no veían los poderosos jet que cruzan con fantástica fuerza y rapidez, ni encontraban de vez en vez imágenes asombrosas de vehículos espaciales en la pantalla de la televisión, que apenas empezaba a despegar. No cargaban tarjetas de crédito para pagar sin pagar por todos sus caprichos. Se viajaba menos, pero sin temor a la globalización del miedo y las empresas transnacionales estaban en embrión. La amenaza nuclear no ensombrecía las tardes de tertulia en el café.
Tenemos todas las ventajas de que ellas carecieron y las nuestras siguen en camino de perfeccionarse. Salvo el asunto del gobierno, porque ahora no se trata de gobernar, sino más bien de contratar servicios que eviten o aplacen la disolución de la sociedad. Miremos por ejemplo al asunto de la seguridad, lo que en términos modernos se ha dado en llamar guerra contra el terrorismo. La edad de oro del terrorismo doméstico e internacional ha sido en provecho de las fuerzas armadas, que experimentan su época dorada. Pero la milicia es insuficiente para frenar la peligrosidad latente en cada vecino y el gobierno se ha vuelto una poderosa red de espionaje. Ese engranaje detectivesco tiene vínculos con las grandes empresas, que contribuyen al bienestar monetario de los líderes políticos de quienes, una vez asumido el poder, reciben contratos para reconstruir los estragos de la guerra. Los negocios se apoderan de los programas de seguridad en los aeropuertos, del almacenamiento de datos personales, de los cerrojos a la libertad de expresión, hasta del manejo de las cárceles.
El gobierno de nuestra sociedad ha perdido autenticidad y transparencia. Caravanas de automóviles de último modelo se desplazan por las avenidas de las capitales del mundo llevando en sus vientres a los conductores del Siglo XXI, a quienes les escriben sus discursos y dictan sus respuestas, a quienes les prestan sus cerebros para no cansar los suyos, incapaces de pensar. Es la sociedad de la desconfianza colectiva, de la intolerancia al tope, del gobierno de la plutocracia.
No es hora, desde luego, de regresar al pasado aún cuando sí, tal vez, de redimir el futuro.