Viva Colombia

El vuelo salió con hora y media de retraso, como se acostumbra cuando los aviones se encaminan al trópico. Traíamos sobrecarga: una señora que tenía una cita urgente con su dentista en Barranquilla la mañana siguiente, voló en el puesto de uno de los sobrecargos, con tarifa reducida. En esta época cuando las grandes líneas de aviación se encuentran al borde de la bancarrota y han decidido no dar de comer a sus pasajeros, la nuestra, más modesta y menos atrevida, ofrece comidas suficientes. La sirvieron muy pronto después de decolar y nos dejaron con las bandejas vacías hasta poco antes de aterrizar, una forma quizás de evitar que pusiéramos mucho pereque. Es diciente que la revista para los pasajeros de una empresa en problemas en un país difícil, se llame EUFORIA. Cuando regresamos a tierra, después de un vuelo magnífico, se oyeron esos gritos que no se oyen al llegar a otras partes: ¡Viva Colombia!

En el absoluto desorden de la aduana fue más fácil encontrar las maletas, desperdigadas por la sala, que en los carruseles ordenados del mundo industrial. El maletero, afable y ruidoso, nos ayudó a pasar el equipaje y el aduanero no nos abrió las maletas. Cuando le di propina al maletero este me dijo que yo debería dejar algo, para una cocacolita, al que pasó nuestras maletas sin abrirlas. Le expliqué que a los funcionarios públicos no se les da propina, pero pareció no entenderlo. Son costumbres locales.

Se abrió ante nosotros la ciudad en toda su magnificencia, calles de ensueño diseñadas hace siglos y reconstruidas con amor, plazas dormidas entre el tejido de las casas, brisas marinas jugando con las palmeras, iglesias que surgen de repente en donde menos se las espera. Y en contraste bien planeado edificios modernos de buen gusto y en especial hoteles fantásticos que combinan las huellas del paso de los siglos con las demandas turísticas modernas. Aire que sabe a sal de mar, mangos, nísperos, guanábanas con sabor a fruta madura y no a contenedor.

Comer de noche en alguna de las plazas de la ciudad es una forma de disfrutar del clima y del carácter del lugar. Los mendigos de este país del sur son más ingeniosos que los del Norte. Algunos cantan, otros recitan, un grupo de adolescentes descamisados baila al son de un ritmo monótono y tristón. Todos piden dinero, ninguno habla de limosna. La plaza, pues, en donde se come, está llena de mendigos artísticos. Y de miseria está llena la ciudad. Gente que duerme en los parques y en las aceras, un desfile incesante e interminable de taxis amarillos vacíos, buses de transporte urbano rebosando pasajeros, coches de caballos pescando turistas con el canto monótono y hermoso de sus herraduras por el asfalto. Retiraron 30 caballos del servicio público porque no pasaron el examen médico y no podrán volver hasta cuando sus dueños mejoren el cuidado que les dan.

Los más ingeniosos inventan cosas que se parecen al trabajo. La plazuela enfrente del edificio se ha convertido en estacionamiento, más de cincuenta automóviles en la hora pico. Cinco “empresarios” cuidan y lavan los vehículos, a cuarenta centavos de dólar por cuidarlos todo el día, a un dólar veinte la lavada.

Hay que andar con precaución. Paseando por el centro, de repente un empujón en el pecho, otro empujón en la espalda y se robaron un sombrero que llevaba entre la jíquera. Hay que estar muy hambriento para robarse un sombrero.

Por encima de todo, reinan la cordialidad y la tolerancia. La gente que pasa por la calle es gente de sonrisa amplia. Se da aquí lo que no acontece en lugares más civilizados. Hay más simpatía, más risas, mejores saludos, hasta más esperanza. Tal vez por eso cuando los aviones aterrizan la gente grita ¡Viva Colombia!

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