No se trata de un paralelo entre George W. Bush y Augusto Pinochet que para muchos sería inaceptable, casi calumnioso. Es apenas un escrutinio de dos incidentes en que los ilustres personajes han aportado su granito de arena a la historia. La diferencia entre los desaparecidos del todo y los de Bush es sustancial. Al fin y al cabo durante los cuatro años de gobierno de Bush, a diferencia de los diez y siete de Pinochet, no ha habido ningún desaparecido total, sólo desparecidos a medias que se encuentran al parecer en cárceles de alta seguridad o en barracas militares, muchas veces desconocidos para el público pero siempre bajo la vigilante mirada de búho del señor John Ashcroft, uno de los grandes inquisidores del gobierno republicano.
Guardadas las diferencias, hay rasgos comunes entre el dictador sureño y el presidente tejano, el más visible y tenebroso el papel que uno y otro se han adjudicado frente a la historia. A Pinochet le dio por disfrazarse de sucesor de Franco como enemigo número 1 del comunismo y guardián de la civilización occidental. A Bush se le ha ocurrido proclamarse comandante en jefe de la lucha contra el terrorismo y nuevo paladín de Occidente. Comparten una visión del mundo estrecha y torcida habitada por amigos y enemigos, un panorama de contrastes sin matices de donde hay que erradicar a quienes disientan de la versión oficial.
Pinochet, al parecer, los eliminó sin escrúpulos. Cuando el juez Juan Guzmán le preguntó por su participación en la desaparición de 19 ciudadanos chilenos y acerca del conocimiento de la reunión preliminar del grupo de bandoleros que se convirtió en la Operación Cóndor, el desalmado ex dictador contestó que no podía ocuparse de cosas chicas porque era entonces el presidente de Chile. (El Mundo, Madrid, 25 de septiembre de 2004) Menudo alivio debió sentir el Juez Guzmán y con él los 16 millones de chilenos, al enterarse de que estuvieron protegidos por el que se ocupaba de cosas grandes mientras los chiquitos desaparecían. Que desparpajo el del tirano que entrando ya en la historia declara que la vida humana es una pequeñez, indigna de la atención del soberano.
Bush dice muchas cosas tontas, pero nunca del calibre fascista de Pinochet. Lo malo de Bush es su terrible engreimiento y lo difícil que le resulta decir la verdad. Pinochet fue un burdo exterminador de la libertad. Bush, en cambio, es apenas un hábil manipulador de la democracia que tiene, a diferencia del déspota austral, vocación de pequeñez. Ya hace más de un año, en una escena ridícula transmitida al país y al mundo, disfrazado de militar en traje de fatiga, aterrizó en la cubierta de uno de sus barcos de guerra para cantar Misión Cumplida en Irak. No parece darse cuenta de la guerra que no respetó ninguna misión cumplida y siguió reclamando muertos en los muchos meses transcurridos desde la payasada aquella, porque cuando un entrevistador le preguntó si repetiría ahora su gesto de entonces fue enfático en afirmar que sí y ávido en explicar que lo haría por ser una manera de dar las gracias a las tropas y porque los aviadores y los marinos se pusieron felices de ver a su comandante en jefe. (The Washington Post, 27 de septiembre de 2004) Los libros de historia del futuro colocarán a Pinochet en el capítulo de los asesinos y a Bush en el de los vanidosos. Pinochet no fue exhibicionista, al menos no se sabe que se hubiera disfrazado para regodeo de los soldados de mar y aire. Bush no es homicida, aún cuando emita con frecuencia gritos de guerra y de odio. Los dos han contribuido sin duda a labrar la historia de finales del Siglo XX y comienzos del XXI, tan triste y tan rastrera.