Los ciudadanos de Estados Unidos y del mundo en general debemos profundo agradecimiento a quienes hicieron posible que el emperador Tejano habite en la casa de la dirección indicada en el título e ilumine el paso de la historia. En especial a aquellos que durante la peligrosa guerra de Vietnam ocupaban posiciones de importancia política en el estado de Texas, a unos cuantos militares proclives por entonces a la colaboración y al padre de la criatura, el ex-presidente George H. W. Bush que siempre tuvo, sin buscarlo claro está, influencia derivada de sus negocios florecientes y de su clarividencia política. Contribuyeron a albergar al disoluto joven de buena familia en la Guardia Nacional y lo preservaron así para que el destino nos le otorgara. Sin olvidar años más tarde a la Corte Suprema de Estados Unidos, sin cuya sabia e imparcial decisión sobre el conteo de votos no hubiera sido posible lo del Segundo Bush, Primera Parte.
La presencia del predestinado al frente del gobierno nos ha regalado con ciertos ejemplares humanos de singulares características. Por ejemplo, el secretario de defensa Donald H. Rumsfeld, identificable como uno de los más despiadados del grupo Bush ha declarado que en su concepto, lo que él llama maltrato de los prisioneros por los militares no es ni la mitad de malo de lo que han hecho los terroristas y se pregunta, “¿Es comparable con cortarle la cabeza a alguien en televisión?” “No lo es”. (The Washington Post, 11 de septiembre de 2004-traducción libre) La extraña manera de pensar del señor Rumsfeld puede llevar a los peores extremos. Compara acciones condenables, que él mismo rechaza de manera implícita, para justificar la que en su concepto es menos mala, con absoluto desconocimiento del valor de la dignidad y de la vida humanas. Decir que la tortura no es tan mala como la barbarie es inhumano con los torturados y descarado e insultante con el país y con el mundo.
Hay otros individuos en el gobierno actual de Estados Unidos capaces de los mayores despropósitos. Uno de ellos es el vicepresidente Dick Cheney que se atrevió a decir en un discurso durante la campaña electoral un disparate dañino, explicando que si el electorado elige el 2 de noviembre a John Kerry, el país estará sujeto al riesgo de violentos ataques terroristas. En ese alarde de irresponsabilidad olvidó, entre otras cosas, quien gobernaba el 11 de septiembre de 2001.
El vicepresidente está bien acompañado. Le rodean, entre otros, John Ashcroft, fiscal general y Paul Wolfowitz, segundo de Rumsfeld en el famoso Pentágono. Ashcroft es el cancerbero de la Ley Patriota, tan sugestiva de nombre y tan llena de veneno dictatorial. Suele presentarse en televisión en una actitud que recuerda al verdugo, para ofrecer a sus conciudadanos el arresto de nuevos sospechosos de terrorismo. A Wolfowitz le preocupa la observancia de la ley en Indonesia, pero lo tiene sin cuidado en Estados Unidos. Luego, en la república democrática de Irak, el embajador de Estados Unidos es el mismo personaje que fue embajador en Honduras cuando el asunto Irán-Contra, John Negroponte.
La Primera parte del Segundo Bush ha querido simplificar las cosas hasta el mayor extremo posible, para apuntalar el gobierno simplista de un presidente simple. Sólo cuenta el terrorismo, como si fuera el único factor en el mundo. Ante el trágico secuestro de Beslán, el ocupante de la Casa Blanca se echó en brazos del señor Putin sin conocer los planes futuros del cacique de Moscú, que al parecer le tenían sin cuidado, si bien tuvo que echar para atrás al día siguiente. Así cobijaron sus antepasados y sus antecesores a ejemplares como Augusto Pinochet y Sadam Husein.