Al amparo de su sombra

Por una de esas extrañas coincidencias que trae la vida, apenas cerrado el funeral de imperio que le tocó a Ronald Reagan, Estados Unidos y Grenada se enfrentaron en partido de clasificación para Alemania 2006. Grenada, una fantástica isla del Caribe Oriental cuya superficie es apenas el doble de la del Distrito de Columbia que alberga la capital del mundo libre, poblada por menos de 100.000 habitantes, vive del turismo y la nuez moscada. Cuando Reagan llegó al poder se marcó a Grenada como uno de los puntos álgidos del hemisferio porque allí se construía con la ayuda de nadie menos que Fidel Castro un aeropuerto internacional, Point Salines para reemplazar al de avionetas que era el único en función.

Imaginando una quimérica base soviética, invocando su imagen del mejor país del mundo y adormecido sin duda por su “Sueño Americano”, el valeroso presidente dijo atender al llamado de la Organización de Estados del Caribe Oriental (cuya existencia jurídica era puesta en duda entonces) para alejar de sus playas la plaga del comunismo, alegó la necesidad de defender a unos estudiantes de medicina que no corrían peligro y, a la sombra de algunos antecesores suyos, desembarcó a los heroicos marines en la isla de la nuez moscada. Estados Unidos terminó el aeropuerto y canceló el portillo que se cerraba para impedir que los vehículos y los animales se atravesaran en el aterrizaje de las avionetas.

El resultado del enfrentamiento futbolístico (el juego aquí se llama soccer) del 13 de junio fue tan anunciado como el éxito de la invasión de Grenada. ¿Quién hubiera previsto nada diferente del equipo de aficionados de la isla de las especies, cuyo portero de amplias melenas y agilidad felina es un estibador del puerto ante los regalados deportistas del norte? El tres a cero fue menos desequilibrado que la conquista de las hermosas playas de Grand Anse por los soldados estadounidenses.

El legado histórico del presidente californiano es una herencia letal. Así como el espíritu de los líderes del pasado sirvió de inspiración a Ronald Reagan, su sombra ampara extrañas aventuras del presente. El país mejor del mundo vive ahora un sueño tejano entre la falta de escrúpulos y la cortedad de entendederas de la administración que preside el mundo desde Washington. Prevalece una atmósfera iconoclasta de arbitrariedad y arrogancia que ha quedado esculpida, por ejemplo, en los memorandos e informes escritos por abogados de los departamentos de justicia y defensa pretendiendo investir al presidente Bush de la facultad de descartar leyes originadas en el congreso y acuerdos internacionales para autorizar con impunidad la tortura de prisioneros. Los autores de semejantes esperpentos son funcionarios públicos cuya misión principal es asegurar, en nombre de los ciudadanos, que el gobierno respete las leyes.

La fijación mental en el comunismo ha sido reemplazada por la guerra contra el terrorismo, que permite mantener la clasificación de países y pueblos entre buenos y malos. El clan Bush se ha lanzado con fervor digno de mejor causa a imponer la democracia capitalista como única forma válida de vida. Con gran desfachatez ha emprendido una campaña de profanación de la ley que pretende establecer como en tiempos por fortuna superados, diferentes categorías de ciudadanos. Se ha pactado con gobiernos más débiles la inmunidad de los estadounidenses ante la Corte Penal Internacional y se presiona al “gobierno” de Irak para que los contratistas independientes que allí trabajan no estén sujetos a las leyes del país. El imperio romano resurge a las márgenes del Potomac.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

six − one =