Fiasco en Cancún

Cooperar, según el diccionario, es “Obrar juntamente con otro u otros para un mismo fin”. Es difícil aplicar el concepto al área del comercio, en donde cada uno busca sacar ventaja. Se ha repetido hasta la saciedad que un mundo sin barreras comerciales sería mejor para todos. Pero el camino hacia ese ideal teórico está lleno de zancadillas en defensa miope de intereses nacionales.

No es de extrañar que la reciente reunión de la Organización Mundial de Comercio en Cancún originara tamaña tormenta en tan popular balneario. El choque sobre temas como los subsidios agrícolas de los países industriales tan insultantes para el resto del mundo o las prerrogativas para los inversionistas extranjeros, tan cercanas al corazón del Norte tenía que llevar a la terminación abrupta de las conversaciones.

Es verdad que los enemigos de la globalización se hicieron presentes en pleno y algunos les han atribuido el haber logrado el cierre de la reunión, lo que consideran un éxito en el tumultuoso camino de las relaciones internacionales. A pesar de sus excesos, el movimiento contra la globalización tiene razón de ser y responde a planteamientos serios. Pero la fuerza moral de los descontentos no es lo que fue, después de numerosas campañas que han culminado con el triunfo del desorden y sin ninguna propuesta concreta. Las manifestaciones de protesta, tan influyentes en ocasiones anteriores, no fueron el factor determinante del desastre de Cancún.

Después de la ruptura de las conversaciones, los voceros de distintos países y aleaciones de países se han arrebatado la palabra para echar la culpa del fiasco a uno u otro grupo. En medio de esas acusaciones resulta asombrosa la posición del ministro de comercio exterior de Colombia, quien en una declaración emitida en el campo de batalla negó que se hubiera vivido un nuevo episodio de confrontación entre los países industriales y aquellos de desarrollo incipiente, achacando el fracaso de la reunión a “la inflexibilidad mostrada por ciertos países menos desarrollados en la discusión de temas…de cuya conexidad con los temas del comercio internacional, nadie puede dudar.”

Parece surgir así con nueva identidad un grupo intermedio de países, entre el Primer y el Tercer mundo, pueblos pobres con mente de naciones ricas. Lo cual sería bienvenido si se tratara de una conversión espontánea y no existiera el telón de fondo de la angurria de salir ganando. La aproximación más objetiva a las negociaciones facilitaría sin duda el éxito final pero la posibilidad de que las declaraciones públicas obedezcan a las ganas de suscribir tratados de libre comercio con Estados Unidos o con la Unión Europea añade otro elemento de falta de transparencia al proceso.

No hay duda de que Colombia es un país que se está portando bien. Ha suscrito, por ejemplo, un acuerdo con Estados Unidos, que exigía la inmunidad de sus ciudadanos respecto de la Corte Penal Internacional. Colombia no quería extender tal garantía. Había 130 millones de dólares de ayuda militar en juego junto con las relaciones futuras en este campo. El desacuerdo entre dos con tan diferente poder de negociación culminó como era fácil prever. Se acordó que las autoridades colombianas podrán enviar a ciudadanos estadounidenses a la Corte, siempre que haya el acuerdo previo de Estados Unidos. Un miembro de la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores declaró que era una fórmula decorosa. (El Tiempo, 18 de septiembre de 2003) Más bien parece una salida espantosa: ¿Quién en su sano juicio puede pensar que un país que no reconoce la jurisdicción de la Corte y se opone a que sus ciudadanos comparezcan ante ella va a autorizar el envío de algún estadounidense al tribunal internacional? Ese malabarismo no hace honor a la tradición colombiana en materia de política internacional.

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