Cuando visité a Chile por primera vez la nación del sur era patria de sueños para muchos latinoamericanos. Eran días de cambio: un gran colombiano, Alberto Lleras, casado con una mujer chilena extraordinaria, Berta Puga, bregaba por reimplantar en Colombia la cultura democrática. Despertaba grandes ilusiones en el hemisferio el amanecer de la revolución cubana.
En Chile gobernaba un señor adusto y huraño, don Jorge Alessandri, quien no permitía fumar en su presencia, un político tradicional sin química profunda con su pueblo. Si el presidente Alessandri no difería mucho de otros de América Latina, la nación chilena sí que era bien diferente. Al aterrizar en Cerrillos se respiraba un hálito de libertad sin frenos. Santiago era albergue de intelectuales y estudiosos de toda la región, fuente de música, poesía y pensamiento de vanguardia, inspiración de escritores e investigadores. Chile era el hortelano de la semilla democrática de nuestros pueblos. La CEPAL, que tuvo impacto decisivo en la evolución de los chilenos hacia la liberación intelectual y la creatividad política, acompañaba la marcha de la nación hacia el futuro.
Ese ámbito de libertad e innovación culminó ocho años más tarde con la elección de Salvador Allende, triunfo del pueblo chileno, pero también del ansia de liberación y autonomía de toda América Latina. El gobierno del compañero presidente fue emblema del potencial de redención de las masas. No obstante grandes dificultades, fue el momento seminal de una efímera revolución sin balas en América.
Se cometieron errores. En efecto, el pobre manejo de la economía fue uno de los factores que condujeron al trágico final del gobierno de Unidad Popular, aunque desde luego no el principal. Hace treinta años, el 11 de septiembre de 1973, la oposición ciega de los sectores extremos, la injerencia nociva de los agentes externos y la presencia de un traidor connotado, Augusto Pinochet, confluyeron para que el presidente Allende muriera de golpe de estado. Con él se fueron las ilusiones de redención social, las fuerzas de estructura democrática y la profunda y contagiosa alegría del pueblo chileno. Se llevó también los sueños de grandeza, de autonomía y de justicia de toda América Latina.
La dictadura de Pinochet torturó a destajo, cobró miles de muertos y desaparecidos, montones de exilados forzosos y causó una diáspora de chilenos de gran valía que contribuyeron al desarrollo moral y económico de los países americanos y europeos que los albergaron. Pretendió también asfixiar el espíritu de los ciudadanos y aplastar sus ideas. Fueron 17 años sanguinarios, intolerantes y represivos.
El proceso de conciliación nacional y de reconstrucción de las instituciones y los ideales democráticos ha sido admirable. Pero el Chile del presente es bien distinto de aquella patria adolescente que un día iluminó las encrucijadas de América y que murió con Allende ese 11 de septiembre. Chile es un país maduro y organizado, próspero bajo el régimen que la tiranía impuso a la fuerza en el campo económico, ejemplo de cordura para el mundo en desarrollo, dueño de un sistema privado de seguridad social, sujeto a las reglas de la comunidad global al punto de haber suscrito un tratado de libre comercio con Estados Unidos. Sufre de prebendas constitucionales y de leyes de amnistía para los militares, regalo de la dictadura Y tiene todavía un viejo ex general a quien los resquicios de la ley han impedido disfrutar de una celda merecida en una cárcel chilena, pero que no podrá evadir la cadena perpetua a la que lo condenará la historia.
Lo que no ha muerto es el espíritu indomable de un pueblo que se burló de la solemnidad de los gobiernos de derechas, sobrevivió la época de los demócrata-cristianos, soñó con sacar adelante el idealismo de la Unidad Popular, arremetió contra los fusiles de los militares y espera el tránsito desde una concertación de tolerancia hacia una época nueva de renovación y libertad.