Los derechos de los gatos

Una lectora amiga me sugirió que superara el pesimismo de mis artículos y escribiera una columna compartiendo cosas buenas. No creo que el análisis de la realidad sea pesimismo ni que fuera fácil encontrar algo más divertido que la situación actual del mundo. Sin embargo…

Una mañana, al salir a recoger los periódicos, encontré a uno de los numerosos gatos que deambulan por el barrio vomitando en la acera en frente de mi casa. Discurriendo cómo hacer para evitar futuros gatos con necesidad de arrojar, como decía mi abuela, decidí relatar el incidente a la señora de la Asociación de Propietarios y sugerirle que una circular a los habitantes del vecindario podría prevenir incidentes indeseables.

Como la mayoría de los ciudadanos de Estados Unidos, la señora de la Asociación es persona muy eficaz y apegada a la letra de la ley. Dos o tres días más tarde recibí su respuesta: ni el estatuto de la Asociación, ni la ordenanza del condado, contienen ninguna disposición que haga ilegal la libre circulación de los gatos. Mi mejor opción, decía ella, sería comunicar mis preocupaciones a los dueños de los felinos, exacto lo que quería evitar a toda costa, porque es mejor aguantar indigestión de gatos que desquite de vecinos.

Meditando sobre tan enmarañada situación, se me ocurrió que sería posible modificar los estatutos de la Asociación o la ordenanza del condado. No sé cuál sea el procedimiento para la reforma estatutaria, pero es indudable que involucra a los propietarios de viviendas en forma directa y de manera indirecta, a los inquilinos. Mi buen conocimiento del país me indica que en general, los derechos animales prevalecen sobre los derechos humanos y que un propietario enemigo de los gatos sería para siempre un paria en el entorno.

Descartada esa posibilidad más sencilla, quedaría intentar lo de la modificación de las disposiciones locales. Para ello habría que encontrar un candidato o candidata excepcional al Consejo del condado, que tuviera la comprensión correcta del rango de los sujetos de derecho. Haría falta organizar y estimular su campaña electoral, tal vez encontrando otros temas de atracción a los votantes que permitieran acceder a las urnas con posibilidades de victoria. Una vez asegurada la curul, habría necesidad de forjar alianzas, obteniendo votos contra los gatos en cambio de otros a favor de las escuelas, por ejemplo, o de apoyo a la unión civil de personas del mismo sexo. La redacción cuidadosa de la ordenanza que establezca restricciones al libre vagabundear de los gatos y tal vez su inclusión entre otras más picantes, como la que reglamenta las actividades de las bailarinas desnudas a la hora de almuerzo, permitiría su aprobación.

La ordenanza aprobada, sin embargo, no pondría en peligro la vagancia sin obstáculos de los felinos del barrio. Con seguridad sería demandada por inconstitucional, acusándola de violar la libertad de expresión consagrada en la primera enmienda a la constitución e iniciaría una cadena de interpretaciones y apelaciones que llegaría por fin, dada la entidad del tema, a consideración de la Suprema Corte. Sin duda allí, teniendo en cuenta su mentalidad, la mayoría conservadora de los magistrados se inclinaría a favor de los irracionales y dictaminaría que la restricción a la libertad de ambulación de los gatos viola la carta fundamental de Estados Unidos.

Después de pensarlo tres o cuatro días, decidí que lo mejor era echar baldados de agua a los vómitos de los gatos y aceptar la filosofía anglosajona del país en donde vivo, que establece que los derechos de los animales priman sobre los de las personas. Nunca me atribuiría el derecho de trasbocar en la calle.

Mi investigación superficial del tema me ha revelado otro aspecto de interés. En el reino de los animales de cuatro patas, como en el humano, hay discriminación. Los perros, por ejemplo, no gozan de las mismas prerrogativas de los gatos. Para salir de paseo tienen que ir atados por el collar bajo el arbitrio de sus dueños y a estos se les advierte, en un folleto que se recibe al comprar una casa en el barrio, que si los canes ladran o aúllan mucho los metan adentro por la noche y no los dejen dormir en el patio o el jardín, porque el ruido puede molestar a los vecinos. Todo inspirado en la convivencia de las especies.

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