Entre el bien y el mal

La educación recibida por muchos en la familia, la escuela y la sociedad se basó sobre doctrinas de extremo –lo que no es blanco es negro, lo que no es bueno es malo, lo que no se puede hacer delante de la madre es prohibido. Se ha inculcado así en las masas de la llamada Civilización Occidental un principio de absoluta coincidencia –quien no está conmigo está contra mí—y de posesión exclusiva de la verdad– el que no comulga con mis creencias está equivocado. Ha habido un tremendo esfuerzo político para borrar la noción de que entre blanco y negro hay infinitas variaciones de gris. Se ha suprimido la verdad de que el mundo no es ni bueno ni malo, sino más bien regular.

El contraste entre opuestos ha tenido como resultado una evidencia diabólica reciente en la guerra de Irak. Ni el más terco podría negar que todo fue blanco y negro: la fuerza se impuso sobre la razón, el poderío militar resultó bueno y la diplomacia mala. Los debates en el Consejo de Seguridad, los inspectores internacionales, no lograron demostrar nada distinto de la ineptitud de las Naciones Unidas frente a la voracidad armada de la Casa Blanca. Como corolario de tan infortunada experiencia, la solución de futuras disputas internacionales podría dejarse al envío de fuerzas estadounidenses sin perder el tiempo en exquisiteces diplomáticas.

En Estados Unidos quien no se proclama patriota es traidor, quien no venera al emperador Tejano es vende-patrias. En lo económico, lo grande se traga a lo pequeño. La compra de las compañías pequeñas por las grandes elimina puestos de trabajo y mientras más crece el desempleo más se alega que la economía se recupera.

En lo internacional, Bagdad es vitrina de reemplazo de la opresión por el caos. Es de esperarse que surja alguna solución intermedia, pero eso iría en contra de la polarización practicada y predicada por el gerente del mundo.

En Colombia, el presidente Pastrana no sólo fracasó en su intento de negociar con la guerrilla, sino que se las arregló para derrotar el concepto mismo de negociación pacífica y conciliación. La fe colectiva ha virado a la fuerza y a la solución militar. Iniciativas como la No Violencia del gobernador de Antioquia asesinado por las FARC se consideran poco menos que subversivas.

Hay en el mundo mucha bulla en torno del tráfico de drogas y una corriente poderosa liderada por la DEA y por los tres últimos presidentes republicanos de Estados Unidos y sus distinguidas esposas –Nancy Reagan quiso ser una especie de Policarpa Salavarrieta de la guerra contra las drogas– piensa que la forma de superarlo es la prohibición y la cárcel. Una minoría respetable, que cubre el espectro del pensamiento político desde Milton Friedman a Gabriel García Márquez (aunque este diga que no dijo lo que dijo) cree que la legalización conduciría a derrotar el narcotráfico. En abierta contradicción con su postura antidroga, los poderosos de la tierra son pro- tráfico de armas del cual viven sectores influyentes en todas partes del mundo. Los pacifistas conforman, dentro de la estructura social prevaleciente, un colectivo deleznable.

El mundo está alineado en bandos opuestos no sólo por fuerza de las circunstancias sino porque así lo queremos. Un amigo autócrata, a quien he citado alguna vez, decía entre broma y serio pero más en serio que en broma, “si yo fuera presidente mi primera orden sería fusilar a todos los moderados.”

El fusilamiento de la moderación se ha convertido en sueño preferido de quienes dominan hoy. Las tropas liberadoras no sólo buscan reemplazar la opresión por la democracia y el capitalismo a la fuerza por el capitalismo a la “americana”, sino que pretenden convertir al mundo en un inmenso conglomerado amorfo que piense y actúe según los cánones de un presidente de mente estrecha y visión recortada. Estamos regresando a las Cruzadas con la diferencia de que los abanderados no ostentan signo distinto del dólar ni promesa diferente del libre mercado. Menos malos los polos opuestos que la mediocre uniformidad.

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