Antes de pasar a otro tema parece apropiado hacer un recuento muy breve de las secuelas de la guerra en el campo de las relaciones interpersonales. Porque el enfrentamiento armado afecta no sólo a los participantes directos, gobiernos y tropas, sino también a quienes siguen en sus vidas cotidianas el avance de los ejércitos y la entrega de los enemigos, los discursos de los gobernantes y los editoriales de los periódicos, las imágenes de la televisión, los comentarios de los amigos y los chismes de los vecinos. La guerra de los veinte días, como algunos llaman a la ocupación de Irak, ha sido en realidad una conflagración muy amplia, una guerra mundial que ha afectado a los habitantes de la tierra en forma descarada y descarnada. La cobertura televisada del paso triunfal de los marines por el país musulmán es, sin duda, el evento que mayor audiencia ha capturado en lo que va corrido de la historia universal y el que ha dejado el impacto más profundo en los televidentes.
El conflicto armado fue un hermoso espectáculo brindado por la televisión a los salones de estar de los ciudadanos del mundo. No fue tal vez tan llamativo como la guerra de papá Bush en el Golfo porque no hay quién supere la magnificencia y luminosidad de los primeros mísiles lanzados entonces sobre Bagdad y más que nada la sorpresa de desencadenar todo un arsenal pirotécnico para proclamar la buena nueva a los no creyentes en la democracia y el capitalismo. Pero ha tenido un público distinguido. Ha sido impactante, por ejemplo, ver a los anglosajones que en tiempos de paz se lamentan de la crueldad de las corridas de toros, gozar de la imagen triunfalista de un presidente de quien se ha dicho que es capaz de hacer chistes de los condenados a muerte y mirar impasibles los restos de hombres, mujeres y niños destripados por las armas de último modelo.
Los televidentes del mundo no fueron todos iguales. Para muchos el espectáculo de sangre y fuego (frase cincelada por un ministro colombiano como antídoto para nuestros males cuando la violencia empezaba a apoderarse del país) fue tan repugnante que decidieron retirarse del aparato y lanzarse a las calles para exigir Paz y para definir con sus gritos y pancartas la identidad de los gestores de la carnicería. Se convirtieron en una fuerza de choque sin armas pero con reclamos y propuestas, capaz de enfrentar la voluntad de los gobiernos en las calles y en las plazas donde vive la gente. Otros, conformistas con el orden desordenado impuesto por los fuertes a los débiles, se acogieron a las proclamas y promesas de los líderes y ofrecieron su apoyo irrestricto a la guerra. Casi nunca se declararon partidarios de la aventura guerrera, porque es de mal gusto hacerlo, sino que buscaban la paz a la fuerza, como si la fuerza pudiera provocar la paz. Algunos, en fin, se definieron como espectadores indiferentes, por motivos tan baladíes como estar ocupados en otras cosas o tan asombrosos como la debilidad de sus vínculos con los pueblos musulmanes, como si un cristiano muerto fuese distinto que un árabe sin vida. Los guerreadores descalificaron a los de las manifestaciones, traidores del orden del Pentágono y estos a aquellos, súbditos del imperialismo y esclavos del petróleo. Unos y otros despreciaron a los indecisos, incapaces de escoger entre el bien y el mal. Entre el brillo luminoso de los mísiles y las arengas de los presidentes, de los periodistas y de los generales, la guerra aséptica de los veinte días enfrentó a la gente y sirvió de caldo de odio en la probeta desequilibrada de la historia.
La expedición liberadora de Irak destruyó también la fraternidad entre los hombres y sembró insolidaridad y veneno. Ahora será necesario reconstruir no sólo las ruinas de Bagdad sino también los lazos de entendimiento y tolerancia que hagan posible evitar necias cruzadas en el futuro.