La razón, esa gran ausente

El último rastro de racionalidad en el grupo Bush emigró cuando a Colin Powell se le subió el general a la cabeza y se le disparó el secretario de estado. La estrella del gabinete debutó en su nuevo rol de vedette guerrera global ante el foro económico mundial de Davos, tal vez para dar respuesta a la actitud razonable de Francia y Alemania que insistieron en oponerse a cualquier acción precipitada del gobierno de Estados Unidos para desatar la guerra contra Irak. El general Powell expuso, ante una audiencia calificada de escéptica por la prensa internacional, los argumentos que a su juicio personal y como vocero del directorio de guerra justifican la agresión a Irak, aún sin autorización de las Naciones Unidas ni apoyo de la comunidad internacional. Su logística (de razonar, no de apertrechar) resultó poco convincente porque no hay cómo darle presentación racional a la guerra, la más irracional y despiadada de las actividades humanas.

Bajo la tutela intelectual del inefable señor Aznar, presidente del gobierno español y del pinturero señor Blair, primer ministro británico, ocho mandatarios europeos (cinco de estados miembros de la Unión Europea) publicaron una carta de respaldo al presidente de Estados Unidos en su arremetida persistente contra Irak, diciendo, entre otras verdades, que “La relación transatlántica no debe convertirse en una víctima de los constantes intentos del actual régimen iraquí de amenazar la seguridad mundial”. Olvidaron tan razonables ciudadanos que las hostilidades entre Estados Unidos e Irak han acribillado la Unión Europea, diez de cuyos líderes se abstuvieron de firmar la carta de apoyo y cuyo parlamento se ha opuesto a la guerra. ¿Tendrá la “relación transatlántica” selectiva mayor entidad para Europa y el mundo que la Unión Europea?

Hay otros dirigentes empeñados en promover causas más nobles y entre ellos uno que tiene el privilegio de mezclarse bien con los desheredados y de hacer valer el peso de su patria ante los grandes del mundo. El único estadista recibido con respeto tanto en el Foro Social de Porto Alegre como en el recinto enrarecido de Davos, fue el presidente Lula de Brasil. Su propuesta de un Fondo Internacional contra la Pobreza es tan racional, que tiene muy poca posibilidad de ser acogida. El hambre y la enfermedad no llaman la atención de las potencias industriales con el mismo atractivo de las carreras armamentistas ni de los pozos de petróleo perforados para el bienestar de los países ricos. Los que se mueren de hambre no son percibidos como armas de destrucción masiva por quienes gobiernan el mundo.

En otro rincón de la tierra, al sur de Davos y al norte de Brasil, se vive una situación de alta irracionalidad. Los venezolanos se debaten entre un presidente rabioso empeñado en hacer su voluntad agarrado de uñas y dientes al solio presidencial y un conglomerado ciudadano, al parecer mayoritario, cuyo principal punto de convergencia es tumbar a Chávez. Hay algo evidente, en medio del caos: la nación no es gobernable por las autoridades actuales y dentro de las normas constitucionales y legales que la rigen. Lo que ocurre en Venezuela subraya la urgencia de revisar varios aspectos fundamentales del ejercicio de la democracia, entre ellos los procedimientos de remoción de los mandatarios del pueblo.

Las constituciones establecen mecanismos para la sustitución temporal o definitiva por causa de incapacidad física o mental, así como trámites de destitución por causas graves. Sería necesario, sin embargo, idear disposiciones que permitan hacer frente a la pérdida de la gobernabilidad. Las condiciones que priman en Venezuela parecen suficientes para establecer que el ex teniente-coronel Chávez está incapacitado para gobernar, de igual forma como lo estaría si sufriese enajenación mental o colapso físico. Sería en extremo deseable, para este y casos similares, encontrar una forma racional para decretar la incapacidad por desaparición de las bases sobre las cuales se sustenta la gobernanza de los pueblos. Si las constituciones incluyeran cláusulas para enfrentar la incapacidad política de los gobernantes, flexibles para adaptarse a las circunstancias de cada caso pero estrictas para evitar procedimientos basados en caprichos, el sistema democrático sería menos imperfecto.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

one × one =