El rápido proceso que culminó con la renuncia del senador republicano Trent Lott como jefe de la bancada mayoritaria de la cámara alta de Estados Unidos fue seguido con avidez por los medios de comunicación y desde luego también por los ámbitos políticos de Washington. Los actores, desde el presidente Bush hasta el senador más desapercibido y los comentaristas hablados o escritos se concentraron sin embargo en temas que no fueron los esenciales del episodio. Los unos se propusieron buscar la manera de que Lott renunciara a su cargo con el menor daño posible para el partido y los otros a explorar la vida y milagros del protagonista y las amenazas sutiles o evidentes que provinieron de sus colegas. Todos, o casi todos, se arrodillaron frente al muro de las lamentaciones para abjurar de todo prejuicio racial, como condenable recuerdo del pasado.
Nadie, sin embargo, que me conste, destacó dos aspectos de la mayor importancia. El primero, la muerte política de un dirigente importante por haber dicho lo que de verdad pensaba. En esencia, lo que Lott dijo en la fiesta de cumpleaños para su colega centenario fue que Estados Unidos estaría mejor hoy si la segregación racial se hubiera mantenido. Su pensamiento no surgió de repente en estos días pero la expresión espontánea de su real ideología política lo condenó al ostracismo y le serruchó el apoyo del presidente y de sus amigos. Es curioso que un veterano como Lott haya olvidado que en política, como en literatura, hay que tener en cuenta lo que puede la edición. Político con honestidad intelectual es caso perdido. Más que su atrabiliario pensamiento, condenó a Lott el expresarlo.
El segundo elemento que merece atención es la ligereza en el análisis del influjo de los sentimientos racistas en la vida contemporánea de Estados Unidos. El racismo persiste, en formas diferentes a las del pasado, pero sigue teniendo influencia apreciable en la sociedad estadounidense. Al mismo tiempo que el destino de Trent Lott evolucionaba hacia su desenlace inevitable, por ejemplo, la Corte Suprema decidió admitir a audiencia un caso en el cual dos estudiantes rechazados por la Universidad de Michigan para dar preferencia a la admisión de aspirantes afro-americanos alegan que su legítimo derecho fue violado. Según informaciones periodísticas la posible decisión de la Corte, que puede tener efectos decisivos sobre la llamada “affirmative action”, ha despertado la atención de la Casa Blanca y dividido la opinión de los asesores presidenciales entre aquellos que optan por atacar el programa de admisiones de la Universidad de Michigan y los que se oponen a hacerlo porque podría afectar la capacidad de Bush para captar votos de las minorías.
Los programas de acción afirmativa han sido instituidos por la ley en reconocimiento de que el maltrato a la raza negra en el pasado ha colocado a ese segmento de la población en situación de desventaja y para corregirla, merece condiciones preferenciales de acceso a la educación. El partido republicano de Trent Lott y del presidente Bush se ha opuesto en los últimos años a este concepto. Cuando se trata de adoptar una postura frente a la Corte Suprema, los asesores presidenciales y lo que es curioso sus consejeros legales, parecen considerar que la prioridad consiste en pescar votos en lugar de actuar en conformidad con los principios, así sean estos equivocados.
La discriminación y sus consecuencias no son patrimonio exclusivo de Estados Unidos. Existen con diversas manifestaciones en todos los países y es necesario afrontarlas con dureza. Tampoco es Washington el único lugar donde el ejercicio de la política se entiende como la proscripción de la verdad. Políticos mentirosos hay en todas las capitales y tal vez por eso estén allí, porque por desgracia el arte de decir mentiras parece gozar de enorme popularidad.