Cuando la doctora Condoleezza Rice iba a emprender un nuevo viaje de buena voluntad a la “Vieja Europa”, la jefa de la diplomacia estadounidense (una disciplina que muchos alegan no existe) contaba con buenos augurios. Se reuniría en Berlín con Ángela Merkel la nueva Canciller alemana con quien tiene grande afinidad. De allí seguiría a Rumania y Ucrania, democracias jóvenes estilo Washington e iría a Bruselas a reeducar a sus colegas europeos. El panorama se ensombreció cuando al Washington Post le dio por denunciar que la CIA tiene prisiones secretas en varios países, entre ellos algunos de Europa del Este, en donde se da el tratamiento usual a los enemigos capturados en la guerra del terror. La noticia provocó reacciones negativas en Europa, donde el cariño y admiración al presidente Bush son todavía muy tentativos y endebles. Recobraron vigencia los alegatos de presuntos vuelos secretos para enviar prisioneros a países que practican la tortura, y se avivó el recuerdo de las fotografías de las prisiones en Guantánamo y Bagdad.
El viaje de placer de nuestra ilustrada doctora le permitió desplegar sus dotes de diplomático ejemplar, de esos que hacen perder el tiempo a la historia por su capacidad de mentir sin decir mentiras, de aclarar lo que está oscuro con alegatos de más oscuridad, de promover consensos sin que nadie esté de acuerdo en lo que convienen, de recibir aplausos por enredar más las cosas.
Dijo que no se puede hablar de las prisiones secretas, que son como las brujas– que las hay las hay pero no hay que creer en ellas. El secreto de estado que las cobija no estaría cubriendo nada si no existieran.
Al mismo tiempo que el vicepresidente Cheney cabildeaba en el congreso para evitar que pasara un proyecto de ley que prohíbe la tortura, la maga de la diplomacia aseguraba que la legislación estadounidense proscribe el tratamiento denigrante de los prisioneros y que este principio se aplica dentro y fuera de las fronteras del país. Contó que la entrega de prisioneros a países que practican la tortura sólo se hace bajo la promesa de que no se les torturará, promesa cuyo cumplimiento no hay forma de verificar. En un alarde de independencia, declaró que si acaso se comete un error se procura corregirlo, lo que va en contra del catecismo de Bush, quien afirma que no recuerda haber cometido nunca un error.
La encantadora de serpientes recibió el respaldo—a lo diplomático– de los cancilleres europeos, quienes opinaron que había despejado la atmósfera y aclarado la confusión. Que sigan cruzando tranquilos los aviones de la CIA por cielos de Europa con destino secreto hacia puntos ignorados de tortura prohibida, que ya Bush y la doctora aseguran que todo está en orden.
El nuevo estilo de la cancillería de Estados Unidos se manifestó también en las reuniones sobre medio ambiente en Montreal en donde en honor a la conciencia global cuya existencia recordó el primer ministro de Canadá, sus vecinos del Sur, que rehusaron tomar parte en consultas encaminadas a definir estándares aplicables cuando termine la vigencia de las normas de Kyoto, accedieron a participar en charlas informales, sin ningún compromiso. Menuda forma de afrontar uno de los temas más importantes de la agenda global, como si se tratara de jugar canastas.