El viernes 2 de diciembre de 2005 el estado de Carolina del Norte asesinó al reo número 1000 a partir de 1976, cuando la Corte Suprema revivió la pena capital. Se anunció también que el estado vecino de Carolina del Sur se aprestaba a despachar con inyección letal al que sería el ejecutado número 1001, el precursor del segundo milenio de exterminio de la vida humana.
En el año 2004 Estados Unidos tuvo la dudosa ejecutoria de ocupar el cuarto lugar en número de ajusticiados, por detrás de China, Irán y Vietnam. El mismo día del milenio otro de los estados transgresores, Singapur–en donde la flagelación es un castigo corriente– ahorcó a un australiano joven, traficante en drogas.
Ese oscuro 2 de diciembre una bomba que estalló en el camino mató a diez e hirió a once marines estadounidenses que, de acuerdo con la historia oficial, luchaban por la libertad, la democracia y los derechos humanos. Durante la ocupación estadounidense se ha validado la pena de muerte en Irak.
Las encuestas revelan que una amplia mayoría de los estadounidenses son partidarios de la pena de muerte y la evidencia confirma que los pocos políticos que se atreven a abogar por su abolición o aún los que expresan sentimientos contrarios a ella afrontan un camino inhóspito para el logro de sus ambiciones electorales. Con motivo del milenio de la muerte, el presidente Bush expresó su absoluto respaldo a la pena capital porque, según él, salva vidas inocentes (The New York Times, 3 de diciembre)
Por otra parte, cuando se exploran las preferencias e ideales de la población se encuentra que el respeto de los derechos humanos, la educación y la justicia ocupan lugares destacados en la escala de valores individuales. Extraño pueblo este que predica la cultura de la vida y practica la cultura de la muerte.
Esta ambivalencia ciudadana y el culto al castigo irreparable quizás expliquen la paradoja de quienes al mismo tiempo que proscriben el aborto apoyan la pena de muerte. ¿Explicará también la postura del gobierno actual en el debate sobre la tortura? La Casa Blanca se opone a un proyecto de ley ya aprobado por el senado que prohíbe el tratamiento cruel, inhumano y degradante de los detenidos porque, según explica su asesor para seguridad nacional, ese lenguaje podría construirse como interferencia del congreso con las atribuciones ejecutivas del presidente en el desempeño de su cargo para garantizar la seguridad nacional (The Washington Post, 5 de diciembre) ¿Es necesario pues degradar a los presos para que los libres estemos seguros?
Hay todavía 76 países desde los más primitivos hasta los más industrializados cuya estructura jurídica valida la pena de muerte y la siguen practicando. Su grado de barbarie es igual. Castigan crímenes capitales como la traición y delitos como el adulterio. Aplican métodos sofisticados, como la inyección letal y otros con la misma efectividad y crueldad como la lapidación. El resultado es siempre la destrucción arbitraria e injusta de la vida.
Es necesario apoyar las coaliciones y colectivos que luchan por la abolición de la pena de muerte y respaldar organizaciones como Amnistía Internacional que delatan la tortura y el mal trato de los prisioneros y promueven la abolición de la pena capital. Es probable que no haya ningún proyecto de desarrollo tan importante como este.