No conozco una palabra que exprese con exactitud la sensación de partir, esa mezcla de añoranza de lo que se deja y de ilusión incierta de volver. No hablo de alejarse del lugar habitual de residencia, sino del retorno desde un sitio de estancia temporal. De esa colcha de retazos de esquinas donde esperas el autobús, de bocas del metro, de sonrisas o miradas de extraños, de palabras dichas al paso y que se las lleva el viento, de rincones preferidos sin motivo especial, de parques o plazas que te llaman la atención, de acentos de los árboles, el agua, el firmamento, de sabor del pan y el vino catado entre unos cuantos vocablos nuevos, de hoteles, restaurantes, teatros, que se te hacen de repente y sin razón familiares, del campo a donde te llevan y de la noche cuando te vuelven a traer. Todo lo que te antoja repetir y la incertidumbre que yace en el futuro de toda previsión humana. Tal vez lo defina el verbo viajar.
Me refiero a la comarca o la ciudad, al país o la región donde los periódicos que procuras leer todos los días te hablan de temas que nunca habían cruzado por tu mente, de controversias exóticas, de pactos y mal entendidos nuevos y desafiantes, de problemas que a tu entender no son problemas y expectativas que no parecen justificarse. Noticias todas y duelos de palabras o de hecho que tienen la virtud de aliviarte por un rato de las tensiones, desacuerdos, rencillas y bajezas que te son habituales y a las cuales despiertas en el instante mismo en que te alejas de toda aquella maraña de equívocos de los que has sido testigo presencial por un momento. De cuando quisieras llevarte en la mochila el recuerdo de las manifestaciones de protesta contra fantasmas inofensivos y no tener que despertar a la realidad de fuerzas en choque que hacen estremecer al mundo y entre las cuales vives. ¿Cómo se podría decir lo que sientes al prescindir de multitudes fanáticas e idealistas para adquirir en cambio escuadras bien adiestradas en la misión utópica de convertir al mundo a la democracia?
Estoy pensando también en la gente, a lo mejor sin nombre o con nombre de un momento con la que departes y compartes por ratos cortos o largos lejos de tu entorno usual. Personas a quienes desearías escrutar con un poco más de calma y a quienes encuentras afines de repente, porque en el lugar de donde partes te parece que la gente es más directa, menos complicada, más abierta, o menos soslayada que en el barrio que habitas y en donde te sientes extraño por más años que pasen. Es obvio, sin embargo, que no perteneces al sitio que abandonas, nunca has sido ni serás del vecindario en donde has estado por casualidad. ¿Qué expresión explicaría, describiría más bien, la sensación de haber encontrado elementos propicios a tu necesidad de comunicación para apenas tener qué sepultarlos de pronto en el olvido?
Por encima de las palabras y de la cortedad del rico idioma que hablamos para explicar sentimientos o percepciones difíciles de definir, es necesario afirmar que lo que se siente al partir tiene una nota positiva. Se encuentra al final del camino una riqueza de experiencias, de contactos y sensaciones que son testimonio de la amplitud y diversidad del mundo y lo acercan al concepto indefinible de lo que es la humanidad. A la hora de irse, se es sin duda más humano.