Se viven tiempos críticos. Al Real Madrid le están metiendo cantidad de goles y no acierta casi en la portería contraria. Si fuera por el costo/beneficio, si no tuviera la solera que tiene, con los precios escandalosos de sus jugadores y resultados tan parcos cuando hacen que juegan, no estaría para contar el cuento.
Madrid mismo está en ascuas. Un alcalde que se piensa todoterreno quiere convertirla en la mejor capital de Europa. La ha llenado de “obras” que la agujerean, la afean y la entorpecen, inundándola de ladrillo, andamios y congestiones automovilísticas inenarrables.
Ha habido paros de muchos colectivos: transportistas, pesqueros, ayudantes de médicos, agricultores, trenes de cercanías. Es casi imposible encontrar a alguien que hable bien del gobierno y fácil, sin buscarlo ni estimularlo, escuchar quejas que vienen de todos los grupos sociales, desde el taxista al universitario.
Ha surgido de nuevo el tema ancestral de la reforma del Estatuto de Cataluña, que quiere ser nación, es decir sede de soberanía y sigue saludando con afecto al Rey cuando se asoma por Barcelona y a la Infanta que vive allí. A Zapatero lo acusan de ser abanderado de la nación Catalana.
El odio latente se disputa la presencia con el odio resucitado: la universidad confirió el doctorado honorífico a Santiago Carrillo, para unos el asesino de Paracuellos del Jarama, para otros uno de los actores principales de la transición. Entre histéricos ¡Asesino!, y gritos de apoyo, recibió su diploma.
En una monarquía constitucional se condena a un ciudadano por injurias al rey, como si Su Majestad estuviera vacunado contra la libertad de expresión.
Y a todos los factores de crisis se añade el de la peste de la gripe aviar, acerca de la cual nadie sabe nada pero todos se sienten en la obligación de opinar, complicando así la confusión primaria y elevándola a categoría de tragedia colectiva.
Para colmo de males, los obispos están incitando desde las iglesias a los fieles a manifestar el 12 de noviembre en contra de la Ley Orgánica de Educación, que cursa en el congreso.
Pero España no está en crisis. En el partido final del Master de Tenis de Madrid Rafael Nadal, ese fenómeno que apenas salido de la adolescencia es ya número 2 del mundo, iba perdiendo por dos sets (aquí los llaman mangas) contra cero frente a un contrincante que lo aventajaba en todas las fases del juego. De repente el alma que tiene Nadal se apareció y a punta de garra y de ganas de ganar, se hizo a tres mangas seguidas y al título de campeón.
Eso tiene España, lo que tiene Nadal: mucha casta. De cuántas encrucijadas ha salido airosa en su existencia milenaria, cuántos desacuerdos ha limado, cuantas escisiones ha evitado. Lo que afronta ahora es un nuevo episodio, complejo y arriesgado, pero superable, de acomodo al futuro, de renuncia racional a muchos aspectos del pasado. El camino de puesta al día está lleno de amenazas y choca con los intereses que la han dominado a lo largo de la historia. Falta por ver si quienes han demostrado capacidad para impulsar el proceso de transformación tienen suficiente visión y coraje para conciliar las aspiraciones de todos los españoles.