Madrid es una gran capital europea que ha sabido conservar profundos rasgos humanos. El Corte Inglés es una cadena comercial de tanta entidad como las mejores de Londres o Nueva York. En la ferretería de la esquina te dan descuento sin pedirlo, los precios están calculados para halagar al cliente por su ahorro.
Como en cualquier capital que se respete, el gobierno tiene la culpa de todo. Zapatitos (José Luis Rodríguez Zapatero, presidente del gobierno español) y La Bruja (María Teresa Fernández de la Vega, vicepresidenta) atentan contra la unidad de España; no los vascos y los catalanes a quienes se acusa sin fundamento. Zapatitos y La Bruja tienen la culpa también de la porosidad de las fronteras, de la sequía que azotó a la península y las inundaciones que la siguieron. Ofenden con lo que hacen y proponen a los fieles custodios de la España inmortal. Innovan en cuestiones fundamentales como el desfile del Día Nacional abriéndolo a la participación de gobernantes que llegan del antiguo imperio español; la legitimación de indeseables mediante el matrimonio gay; la regularización de inmigrantes de piel oscura; y el fin de la enseñanza obligatoria de la religión católica en las escuelas del Estado.
En las grandes urbes del mundo civilizado los animales gozan de tantas prerrogativas como sus amos. Lo único que falta es el complemento de la liberación de los esclavos, cuando se decrete que los animales domésticos son dueños de la gente. En Madrid no, hay una inmensa plaza de toros, Las Ventas, en donde se practica en desafío a todas las sociedades protectoras de animales el arte inmemorial de las corridas. En las mejores tardes de toros los tendidos se llenan de gente del pueblo y gente de la Casa Real, para un espectáculo inigualable de sangre, sol, música y vino, ¡olé! La madre del rey, encorvada y deforme, solía ser la primera en llegar a Las Ventas para disfrutar de la corrida con el pueblo, que la quería por ser tan torera. Su espíritu debe andar todavía por allí cuando lidian al quinto de la tarde. A propósito, la tarde de Madrid es la noche temprana de todas las demás ciudades porque el modernismo no ha logrado minar el calendario tradicional de los castellanos.
La corrida, desde luego, es cruel. En España, como en el resto del mundo civilizado, no hay pena de muerte. En España hoy se vive en paz, sin las infamias de la guerra.
Aquí hay tiempo para todo. Para conversar, ir de paseo, para el café de media mañana y las comidas de muchas horas, la merienda y el jerez, la cena interminable donde todos hablan al mismo tiempo a un interlocutor desconocido, para cerrar los negocios desde el sábado a las dos de la tarde hasta el lunes a las diez de la mañana, y hasta para hacer negocios y enredar finanzas, como en los demás centros de poder.
En Madrid es hora de dejar de escribir para ir a comer churros con chocolate mientras el tiempo pasa y las noticias nos dicen los disparates nuevos que han cometido Zapatitos y La Bruja para ofender al señor todopoderoso que reina en tierras más civilizadas allende los mares, donde no hay corridas de toros y se estila la pena de muerte.