Nueva Orleans

Conocí a Nueva Orleáns entre dos vuelos para regresar a casa desde Honduras. Era la semana del Super Bowl que jugaban Dallas y Denver. Por las calles llenas de vida del barrio francés desfilaba una multitud de aficionados al deporte con espíritu de diversión y con alegría. Volví años más tarde para visitar a nuestro hijo que cursaba derecho en la Universidad de Tulane y de nuevo para su graduación. Con él disfrutamos del espíritu vital de una ciudad única en Estados Unidos, desenvuelta y amistosa, festiva y acogedora. La vi muchas veces por televisión en sus fiestas de Carnaval. En fin, tuve una visión superficial pero intensa de la hoy destruida Nueva Orleáns.

La televisión la ha vuelto a mostrar, inundada y devastada por la furia del huracán Katrina. Así la vio desde su avión presidencial el señor Bush, a quien se le ocurrió decir, cuando volaba de vuelta a Washington después de despedirse sin apuro de su bicicleta de montaña y de su rancho inmarcesible, que aquello parecía devastador y que desde el suelo sería el doble de devastador.

Es, en efecto, de una indescriptible devastación: cadáveres flotando en el agua que ha ahogado las calles pintorescas de la ciudad; mendigos por agua y comida clamando desde los tejados de sus casas que ahora están a ras de los ríos que anegaron sus barriadas; multitudes de asaltantes a las tiendas en busca de elementos esenciales para sobrevivir y de bienes que tal vez en el futuro puedan cambiarse por algún dinero; historias desgarradoras de los sobrevivientes; visiones apocalípticas de lo que un día fue hermoso y fue prometedor. Por encima de toda la catástrofe, la evidencia de que son los pobres y los marginados los que sufren el impacto directo de la tragedia.

No hay duda: los medios tradicionales de rescate y de reconstrucción se movilizarán al máximo. Los gobernantes y los líderes políticos harán llamados conmovedores – al menos los que tienen quién les escriba bien – a la población y los ciudadanos responderán con amplitud. Estados Unidos, un país con increíble potencial de verdadera liberalidad compasiva cuando se le llama en forma adecuada se entregará a la tarea de la reconstrucción. Y de lo que hoy son ruinas surgirá más tarde una Nueva Orleáns resucitada.

Pero este estertor de la naturaleza que de manera paradójica renueva el sentido de comunidad debería tener consecuencias personales en cada uno de los habitantes del país, en cierta manera en toda la raza humana. Habría de surgir una conciencia individual y colectiva de que todos tenemos la culpa: por no haber previsto los fallos de la ingeniería frente a los designios de la naturaleza; por no haber cuidado del medio ambiente; por haber permitido que las consecuencias del capitalismo desenfrenado dividan al mundo entre ricos y pobres.

Más importante aún, verifiquemos que las soluciones no dependen sólo de los gobiernos ni de las corporaciones, sino antes que nada de cada persona. El cumplimiento de nuestros deberes cívicos y la lealtad y decisión con que abracemos cada causa que nos convenza será nuestra contribución, casi invisible pero definitiva, para la creación de un mundo más justo y más seguro. En la medida en que cada persona pueda hacerlo, determinemos la elección de líderes comprometidos con la defensa y la educación del ser humano, la protección ambiental, la solidaridad, la tolerancia y apoyemos sus esfuerzos. Tengamos por lema el viejo dicho que nos incita a tratar a otros como queremos que otros nos traten.

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