La fe mueve montañas

La fe mueve montañas

El 24 de mayo, cuando el congreso de Estados Unidos aprobaba un proyecto de ley para aumentar el financiamiento de la investigación con células madre, el presidente de ese país, para afianzar su fama de buena persona, reunió un grupo de familias con niños que habían sido adoptados como embriones y les dijo entre otras cosas que no debemos usar dinero público para apoyar más destrucción de la vida humana (“We should not use public money to support the further destruction of human life”) El escenario garantizaba que la bella frase se refiriera sólo al asunto de las células madre porque, ¿Habría podido el cristiano mandatario proscribir el uso del tesoro público para apoyar la guerra en Irak, invento suyo, que sigue destruyendo vidas humanas? ¿O el financiamiento de la pena de muerte, tan cara a su corazón? ¿Quizás una de nuestras amadas guerras, la Guerra contra la Pobreza que se libra mediante el traslado del sacrosanto dinero público a las iglesias de diversas denominaciones?

Era el mismo presidente Bush que a principios de abril y contra la costumbre protocolar asistió al funeral de Juan Pablo II. Le acompañaron la señora Laura, la señorita Condoleezza y los reyes de España, entre otros. Se le vio devoto, contrito y compungido como si estuviera al vilo de un ataque de renacer espiritual como el que le dio hace años en una playa de Nueva Inglaterra cuando de díscolo aficionado a los placeres mundanos se tornó de golpe en ejemplo de buen comportamiento. En los últimos meses, el Bush converso, metodista ejemplar, se fue apegando más y más al voto católico. De allí tal vez su presencia en la luctuosa ceremonia vaticana. Se intuía en el conmovido presidente de los gringos, un espíritu abierto a acoger a cuantos, no importa su procedencia, se acerquen para aplaudir sus escasos pensamientos y comulgar con sus muchos prejuicios.

Es grato sentirnos cobijados por la fe y el espíritu ecuménico en nuestro tiempo tan lleno de exclusiones, marginados y proscritos. El gobierno del presidente de los gringos ha emprendido un esfuerzo despiadado para trasladar a instituciones religiosas de todas las denominaciones parte apreciable de la incómoda carga financiera de los programas sociales. Las iglesias, a su vez, han derramado copiosas bendiciones en forma de votos para reelegir a su benefactor. Una de ellas acaba de echar de su seno generoso a nueve feligreses que se atrevieron a votar por John Kerry el otoño pasado.

La alianza entre los clérigos y el mandatario ofrece una oportunidad histórica para borrar las fronteras entre Estado e iglesia y aún tal vez para lograr el ideal de los conservadores de avanzada, la privatización del gobierno. Todo lo cual sería de inmensa ayuda para los pobres, que recibirían de su fe la fortaleza para soportar sus calamidades y de su gobierno la teoría de que el sector privado puede ser más eficaz que el público para atender a sus necesidades.

Se comprueba una vez más que lo importante no es resolver los problemas sino aparentar que se los resuelve ya que la nueva estrategia no impide que el número de pobres siga aumentando con impresionante rapidez, a la vez que permite a los que no son pobres dirigir su capacidad creativa a asuntos de mayor relevancia.

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