La Santa Intransigencia

Los tiempos de la Santa Inquisición y aún del Santo Oficio han quedado por fortuna atrás, pero persiste inveterada la Santa Intransigencia.

Cuando había transcurrido poco tiempo del tercer curso elemental, el maestro nos advirtió que vendría a la clase un niño gringo y protestante además y nos pidió que lo tratáramos bien. Un niño gringo en el Medellín de aquella época era tan extraño al medio como los elefantes del circo y no nos costó mucho tratarlo bien, porque fue objeto inesperado de curiosidad y diversión.

Walter (no su verdadero nombre) y yo nos hicimos, más allá de relacionarnos con civismo, buenos amigos. Como otros compañeros, comprendimos con rapidez que el género humano, en sus múltiples variedades, es en el fondo igual. Una inquietud, sin embargo, proyectaba su sombra sobre mi amistad con Walter. El cura que iba los jueves por la mañana a enseñarnos religión nos explicaba una y otra vez que sólo los católicos serán admitidos al cielo. Yo creía a pie juntillas lo que decía el profesor de religión y me entristecía mucho saber que la amistad con Walter duraría apenas lo que nuestras vidas en la tierra, porque de allí para adelante el estaría en el infierno y yo en el cielo.

Han pasado muchos años y no sé nada de Walter. Me parece, por otra parte, que el mundo es más y más intransigente.

En Argentina acaba de desatarse una controversia entre la iglesia y el estado por la destitución gubernamental del obispo castrense Bascotto, quien había dicho que al ministro de salud, que se declaró partidario de la despenalización del aborto, debería atársele una piedra de molino al cuello y arrojarlo al fondo del mar (El País, 26 de abril).

En Afganistán, uno de los protectorados de Estados Unidos, una mujer adúltera fue ajusticiada a las pedradas en la plaza pública. Su colaborador sólo recibió cien latigazos (El País, 26 de abril).

En Roma el cardenal López Trujillo (oriundo de mi entrañable Colombia) calificó de inicua la legislación sobre reconocimiento del matrimonio homosexual en España e instruyó a los funcionarios encargados de ponerla en práctica a negarse a desempeñar sus funciones.

La última ocupación del cardenal Ratzinger antes de convertirse en el sumo pontífice Benedicto XVI fue la defensa de la fe. Desde allí trajo a cuento, por ejemplo, sin que nadie se lo pidiera, la reiteración de lo enseñado por el profesor de religión en el tercer año elemental: la doctrina de que fuera de la iglesia católica no hay salvación. Walter seguía excluido de ese lugar bienaventurado en donde hay que tener certificado de ser católico para entrar.

Muchos correligionarios piensan que hay que ser duros para convertir al mundo y preservar la iglesia. Toda forma de tolerancia es simple debilidad. Recuerdo, sin embargo, otra verdad que me enseñaron. Hay tres virtudes teologales, Fe, Esperanza y Caridad. Y la más grande de ellas es el Amor. (Caridad es Amor) Por qué no abrigar alguna esperanza de que Benedicto XVI, consciente como parece estar de la bien ganada fama de su dureza de carácter y de testa, dulcifique su visión, si no del pecado, al menos del pecador. Y eso sí, persistir en la esperanza de que Dios nos recibirá a Walter, a todos nosotros, a mí, con infinita misericordia.

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