Juan Pablo II

Se ha escrito y dicho tanto del Papa recién muerto que todo lo que se agregue puede ser redundante. Sin embargo, hay un aspecto suyo que vale la pena recalcar hasta el cansancio: su extraordinario poder de convocatoria.

Cuando el presidente de Estados Unidos recoge el menor grado de aprobación a su obra de gobierno y su cómplice italiano pierde unas elecciones regionales claves, el anciano muerto en Roma congrega multitudes de creyentes e incrédulos y reúne a más de 200 jefes de Estado y de gobierno para asistir a su funeral. Mujeres y hombres con distintos grados de influencia en el mundo vienen a despedir al que fue un ciudadano sin poder, que con frecuencia desafió sus creencias o sus actos, descalificó sus aventuras y desafió su autoridad.

Consciente de su alta capacidad histriónica y del poder de los medios de comunicación, se cuidó poco de cómo usar su carisma y difundir su imagen. Visitó a Fidel Castro y a Augusto Pinochet, se reunió con Mijail Gorvachov y con George W. Bush, oró en templos católicos, ortodoxos, musulmanes y judíos, rindió pleitesía a la Madre Teresa y a José María Escrivá de Balaguer, regañó a Ernesto Cardenal en Nicaragua y a Hans Küng en Alemania, todo con un atrevimiento insigne y sin pedir disculpas a nadie.

Sus viajes y sus discursos despertaron la admiración, en ocasiones casi el culto, de muchos ciudadanos del mundo, en especial de la gente joven. Es probable que quienes le siguieron con entusiasmo desbordante estuvieran desgarrados de espíritu, porque en Juan Pablo II se combinaron posturas de avanzada en asuntos sociales y políticos con interpretaciones estrictas y difíciles de tragar en cuestiones de dogma y moral. Sin embargo, quienes deseamos un Papa liberal tenemos que comprender que ello es imposible porque el pontífice romano es portador de la doctrina de la más conservadora de las instituciones.

No fueron tal vez sus exposiciones sobre los más variados temas de interés humano, ni siquiera su admirable e irrestricta adhesión a la paz y su condena de las guerras injustas lo que ha congregado en Roma a los representantes de la humanidad y a los tenedores del poder porque la enorme capacidad de convocatoria de Juan Pablo II proviene de otro aspecto de su personalidad. El Papa fue hombre fiel a sus convicciones y atrevido en manifestarlas.

Juan Pablo II fue una persona destacada por encima de las vacilaciones y las manipulaciones de otros poderosos de su tiempo. Mientras otros jugaban a las mentiras estratégicas o prometían futuros venturosos construidos sobre bases endebles, él seguía repitiendo su verdad y haciendo las mismas promesas de felicidad futura que la iglesia ha predicado desde hace muchos siglos. La humanidad, cansada a lo mejor de sus ídolos de barro, se congregó en torno de quien fue capaz de vivir en público en pleno acuerdo consigo mismo.

No fueron los trucos publicitarios, ni los viajes espectaculares, ni su dignidad de predicador del evangelio, ni su presunta infalibilidad los que convirtieron a Juan Pablo II en una figura de amplio campo magnético, capaz de atraer a un número mayor y más diverso de gente que cualquiera de sus contemporáneos. Fue su actitud de hombre que dijo lo que pensaba, hizo lo que quería y vivió según sus principios la que llevó al sumo pontífice a las cumbres de popularidad en que ahora flotan sus restos mortales y perduran en la memoria de quienes vivimos su tiempo. Fue, en definitiva, Juan Pablo II el auténtico.

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