La Cumbre de Ciudad Guayana (la reunión de los presidentes de Colombia y Venezuela, el presidente de Brasil y el presidente del gobierno español) tuvo, como muchas de su género, nobles propósitos. Fue, en realidad, expresión de los más altos intereses de la humanidad, al sellar una alianza contra el hambre y el terrorismo dentro del ámbito de la ley.
Sin embargo, y a similitud otra vez de muchas reuniones como esta, la de Ciudad Guayana fue cumbre de cinismo y de codicia. Presentada como la ocasión para superar en definitiva el enfrentamiento diplomático más reciente de los gobiernos de Colombia y Venezuela, sirvió de palestra para contribuir a la euforia armamentista que ha tomado posesión del militar golpista que gobierna en Caracas.
Cuando hace un año recién asumido el poder el señor Rodríguez Zapatero suspendió la venta a Colombia de los carros de combate que el inefable señor Aznar había prometido, su decisión fue un nuevo gesto positivo en garantía de su espíritu de paz y conciliación. El presidente que había retirado las tropas de Irak ante la indignación del guerrero de Washington no podía alimentar con armas a su protegido en Sudamérica.
La ilusión ha durado poco. La angurria armamentista de Chávez saciada ya en parte por la avalancha de fusiles rusos, cortesía comercial de Putin, ha recibido otra bocanada de oxígeno gracias al gesto desconcertante de Zapatero, vendedor ahora de equipo militar. A lo cual se agrega la decepción causada por la venta de más armas procedentes de Brasil, cuyo gobierno actual se ha caracterizado por la verdadera compasión social y el respeto de la dignidad de la persona humana pero no ha dudado tampoco en anegar de armamentos los sueños desaforados del venezolano. Al fin y al cabo Brasil, el mayor exportador tradicional de café del mundo hace también parte de ese pequeño grupo selecto de países cuyas exportaciones de armas contribuyen a mantener encendida la hoguera de las guerras.
Es difícil comprender que personajes de tan alto calibre como Lula y Zapatero se hayan prestado a apertrechar a Hugo Chávez, cuyos únicos atributos de gobierno son la idolatría de Bolívar, la admiración en bloque de Fidel y su propia ambición de estar un día montando a caballo en las estatuas, como lo está el ídolo de la revolución bolivariana. Y desde luego el petróleo. Chávez sin petróleo sería como Castro sin revolución: nadie le prestaría atención. El presidente Álvaro Uribe Vélez resultó siendo el bueno del paseo, porque no tiene armas para vender a nadie ni necesita que se las vendan ya que tiene la oferta asegurada por su mentor George W. Bush.
Mirada en su conjunto la Cumbre de Ciudad Guayana no sirve para albergar esperanzas de un enfoque nuevo y más transparente para arrinconar el terrorismo y erradicar el hambre, sino que plantea nuevos escenarios para la compraventa de parafernalia castrense. Los armamentos y bienes militares se transan ahora entre los cócteles y los discursos de las reuniones de jefes de gobierno, de manera que estas por fin han adquirido una función para la cual son aptas.
Una vez terminada la reunión y después de breves escarceos en Caracas y Bogotá el presidente del gobierno español regresó a Madrid. El señor Lula volvió de inmediato a esa Brasilia artificial desde donde ejerce el poder. Los acompañará en sus andanzas el desengaño de muchos que creímos que sus ideales y sus principios eran de verdad y que compartíamos con ellos el desdén por la fuerza y el rechazo del suministro de material bélico a pequeños caudillos tropicales.