Que maravilla, tener gobierno que se equivoca después de soportar la infalibilidad democrática de Álvaro Uribe Vélez, la seguridad ecuménica de George W. Bush, la alharaca bolivariana de Hugo Chávez. Es refrescante ver en la imagen de la televisión a un presidente de gobierno que no pretende tener el conocimiento universal ni la capacidad absoluta y que es blanco apropiado de chistes flojos para el jefe de la oposición, un personaje apergaminado y solemne, siempre vestido de oscuro, que se ríe de las tonterías que él mismo inventa. Así es España, dispuesta a asombrar con lo que ocurre, años después de Francisco Franco vino Felipe González, para suceder al aprovechado estudiante José María Aznar el espontáneo reformista José Luis Rodríguez Zapatero. Y este presidente de España, muy inesperado y nada imponente ha logrado en un año de gobierno liderar cambios impensables en un país terco y difícil.
Los españoles jamás están de acuerdo. El 17 de marzo se descuajó de su pedestal por los Nuevos Ministerios la última estatua ecuestre de Franco que quedaba en un espacio abierto en Madrid. La operación se efectuó de noche para evitar disturbios. El pequeño grupo que presenció esa especie de entierro simbólico de la dictadura se dividió entre los que aplaudieron la caída del bronce y los que protestaron alegando que se estaban sepultando cuarenta años de historia. Tal vez todos estaban equivocados porque no hay estatua caída que borre la historia ni escultura enhiesta que glorifique la arbitrariedad.
Como dijo el chofer de taxi al día siguiente todos se entregaron a debatir la desaparición del caballo con el caudillo encima. No sólo eso sino a comparar el ultraje de la estatua con el homenaje rendido a Santiago Carrillo, jefe natural del partido comunista español, con motivo de sus recién cumplidos 90 años. En España hay para todos los gustos.
A propósito del taxista, a quien pedí que me llevara a una dirección alejada del centro de Madrid, nos perdimos por el camino y cuando se dio cuenta de que nos habíamos perdido apagó el taxímetro hasta cuando llegamos a donde íbamos. Típico de la España de la calle, un poco quijotesco como es el pueblo español. Más ahora cuando se conmemoran los 400 años de la primera edición del Quijote y el Hidalgo de la Mancha anda por todas partes, en el teatro, en los recintos universitarios, en los coloquios literarios, en los espectáculos musicales, hasta en las zarzuelas. Don Quijote y Sancho no viven aparte en la sociedad española contemporánea. Ellos conviven en el espíritu de cada español, mezcla de ideales y pragmatismo, de amor a lo moderno y culto por lo tradicional, de fe y escepticismo. Un país enamorado del progreso se toma todavía cuatro días de ocio en semana santa, todo se transa en Euros pero la gente habla en pesetas.
Así es la España de todos los días, animada y contradictoria, progresista y apabullante. Un país que no da margen al aburrimiento y que se complace en la queja y la interjección. Una nación que quiere salir adelante sin perder las anclas que la paralizan al pasado. El cuento de la estatua de Franco parece ser típico de lo que ocurre aquí. En vez de empeñarse en forjar la democracia y construir apoyos a las libertades individuales con olvido de una figura en bronce que recoge una etapa lamentable en la historia de las instituciones, se opta por dar gusto a los extremistas desmontando al caudillo para que su imán siga atrayendo a los enemigos del progreso y la liberación. A veces los monumentos derrumbados son más eficaces que los que quedan en pie.