El año 2004

El año que acaba de terminar fue trascendental y dejará su marca en mucha historia futura. Fue el año cuando la mayoría de los ciudadanos votantes del Estado más poderoso, rico e influyente decidieron escoger la fuerza en lugar de la razón, la intolerancia en vez de la comprensión, la incompetencia contra la eficacia, el dogma y no la persuasión, el beneficio económico antes que el sentido social. Fue en contraste un año lleno de buenos signos en naciones sin importancia. El ex general Augusto Pinochet empezó a recibir su merecido cuando pasa con creces los ochenta. Argentina ha demostrado que no hace falta someterse a las fórmulas mecánicas del Fondo Monetario Internacional para superar tragedias económicas y que las soluciones improvisadas pueden ser más efectivas que las doctrinas tradicionales. Un presidente de izquierda ha obrado con suficiente pragmatismo en su lucha por no dejar que una parte importante de la población brasileña se muera de hambre. Grecia conquistó el campeonato de fútbol europeo y organizó unos juegos olímpicos ejemplares e inesperados en Atenas. El pueblo español dio la despedida a un gobierno de corte franquista y eligió otro de tendencia socialista. Un opositor a quien se dio veneno ganó la presidencia en Ucrania.

Entramos ahora a la segunda etapa de la Segunda Guerra Global, contra el terror, la Primera fue contra las drogas y no se ha ganado ni perdido. Nos conduce, en olor de democracia, el presidente Bush, un regalo de Tejas a la humanidad. Nos dirige a todos, aún a los más de 59 millones de personas que votamos contra él. Pero sus partidarios superaron los 62 millones y a ellos, más que a quien ha recibido una prórroga de su estadía en la Casa Blanca, debe asignarse la responsabilidad por lo que ocurra.

La guerra contra el terror no es sólo la batalla contra los terroristas y en algunos casos esa no es siquiera la meta principal. Es la cruzada de la democracia, nueva religión laica que se pretende imponer a la fuerza a pueblos cuyas culturas milenarias son renuentes a la igualdad por lo bajo que caracteriza a las grandes naciones del Siglo XXI. Es la interpretación acomodaticia del orden jurídico que despoja de toda protección legal a los enemigos designados por quienes ejercen el poder. Es el desconocimiento de las instituciones labradas con esfuerzo por la comunidad de naciones, sustituida por los designios de quien monopoliza el mando.

Cuando se gane la guerra contra el terror se habrá implantado la democracia dirigida por la potencia mundial, el descalabro del orden jurídico y el desmoronamiento de la solidaridad entre los pueblos. El capitalismo extremo, enemigo de la justicia social, dominará las relaciones humanas. Viviremos en una atmósfera degradada. La discriminación impedirá la conciliación y los marginados seguirán siendo excluidos.

De todo lo cual no habrá que achacar responsabilidad al presidente Bush, sino a quienes votaron a sabiendas de su credo totalitario e imperial para darle el mandato de destruir el orden imperante y reemplazarlo por el delirante panorama de sus alucinaciones. Hubo más de 62 millones de ciudadanos de Estados Unidos que entregaron la suerte del mundo a quien en cuatro años de gobierno demostró su incompetencia y terquedad. A ellos, más que a él, demandará la historia una respuesta.

La esperanza es lo último que se pierde. La minoría derrotada en las elecciones presidenciales de noviembre y los pequeños países que han reaccionado con valentía a los desafueros de los poderosos integran un núcleo con potencial suficiente para rescatar la historia que se hunde. Por desgracia, sin embargo, no estamos todos unidos en el objetivo primordial de salvar al mundo de las amenazas totalitarias que lo aquejan.

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