El género humano

Trastabillé y por un momento perdí el equilibrio. Un hombre joven y fuerte me agarró con firmeza por el brazo y ayudó así a evitar la caída. Alguien a quien nunca había visto ni espero ver de nuevo, dos completos extraños. Respondí con confianza y agradecimiento a la generosidad impulsiva del otro.

Fue un incidente que me hizo sentir bien, uno de esos episodios inesperados que renuevan la fe en la especie humana. La sensación de que la tendencia a la solidaridad es nuestro instinto primario. El recuerdo de que el hombre y la mujer son ante todo seres sociales. La percepción de que el estímulo a la generosidad primitiva con los congéneres puede construir una convivencia más perfecta. En fin, una visión más optimista de la vida y del futuro derivada de la reacción primaria de una persona a quien juzgo buena, en un acaecer por cierto de menor cuantía.

La sensación de bienestar duró pocas horas. Ese mismo domingo, cuando subía a un autobús a la salida de un espectáculo deportivo, alguien a quien no logré siquiera identificar metió la mano en mi bolsillo y me robó la billetera, con poco dinero dentro pero con todos mis documentos de identidad y de crédito. Ese prójimo también desconocido y a quien espero no ver más, se llevó mi sentido de invulnerabilidad y de confianza en los demás.

En contrapunto a la experiencia de la mañana, el sentimiento de que todos tenemos la inclinación al mal, que la vida ordenada en sociedad es imposible, que el hombre es lobo con el hombre. Lo de siempre, la necesidad de andar cuidándose, la casualidad de tropezar con un pícaro, la inseguridad que es compañera de la vida por culpa de la agresividad y la codicia inherentes en la condición humana.

Poco a poco, una sensación de duda, si será que el ratero se está desquitando. Sus motivos pueden ser la respuesta a nuestras propias injusticias. Tal vez yo he robado parte de sus oportunidades y de su bienestar. Las cosas buenas de la vida existen en cantidad limitada y los que acumulamos mucho de ellas estamos quitando a otros la posibilidad de disfrutarlas. La miseria acorrala y quien la sufre da zarpazos para superarla.

Tal vez valdría la pena ensayar maneras diferentes de estimular la convivencia ordenada en sociedad si repartiéramos las oportunidades con equidad y educáramos las buenas cualidades de la gente, más que reprimir sus instintos nocivos. Muchas formas de perpetuar la injusticia y el odio han sido practicadas con dividendos cuantiosos en delitos, fraude y guerras. ¿No valdría acaso la pena correr el riesgo de extender la solidaridad y la paz en una visión de la vida con rostro humano?

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