La democracia estadounidense carece de un instrumento indispensable: la oposición. Frente a los gobiernos de partido, no hay organizaciones políticas para hacerles frente y cercenar sus intentos de abuso, como las que existen en democracias más logradas. Tres factores explican esa ausencia lamentable. Patriotismo exagerado, culto al poder y sentido del juego limpio (fair play) A los ciudadanos de Estados Unidos se les educa desde la escuela de párvulos en un ambiente patriótico que no sólo alaba todo lo propio y desprecia lo extranjero sino que destierra cualquier intento de duda o escepticismo ante el camino que tome el país. Las señoras ricas de McLean, ciudadanas sólidas y bien indoctrinadas, explican que ellas se mantienen fieles a su presidente en tiempos de guerra. Sus maridos también.
Hay un curioso culto al presidente sin importar su partido, ideología o comportamiento. Pasa algo parecido a lo que ocurre con las cabezas de las iglesias, que gozan de la presunción de estar más cercanos a Dios. Aún los críticos más encarnizados guardan respeto reverencial frente al ganador de las elecciones. Esta actitud se acentúa en el caso del presidente Bush quien, según se dice, ganó por su fidelidad a los Valores morales. No sabemos de cuales valores se trata, si de los bursátiles que la familia Bush debe tener en abundancia, o de la intolerancia y el odio que definen a los votantes fundamentalistas que lo apoyaron.
La limpieza en el juego de la vida del que la política como es obvio forma parte, no consiste aquí en prohibir que se le metan zancadillas al contrincante, sino en asegurar que quien esté en el gobierno tenga la oportunidad de hacer lo que desee sin que nadie le estorbe.
Confirmado el triunfo electoral de Bush hubo una avalancha de apoyo al dirigente tejano. Él mismo invitó a la nación a rodearle en torno de su agenda para el cuatrienio venidero, una invitación a verlo gobernar. Los medios de publicidad cantaron sus méritos y las virtudes de su éxito en las urnas. Apenas unas pocas voces aisladas recordaron que la víspera casi medio país votó contra su presente, su pasado y su futuro.
Los líderes del partido demócrata no sabían que camino tomar. Tres senadores influyentes del noreste del país dejaron entrever sus intenciones de buscar la gobernación de sus estados, renunciando a sus escaños en el senado. Muchos comentaristas bajaron la cabeza y se dispusieron a participar en un movimiento espurio de unidad nacional. Cobijado por una popularidad epidérmica el peligroso terrateniente tejano tiene la oportunidad de profundizar los disparates cometidos en su primer período, libre de la oposición que tendría en otras democracias.
Por fortuna hay gérmenes de oposición estructurada. Varios grupos de activistas que apoyaron a John Kerry inician ahora la gestión de futuras campañas contra la extrema derecha que ha accedido al gobierno. Algunos think tanks–criaturas de tono gringo como el béisbol– se aprestan a pensar en nombre del cambio. Uno que otro columnista influyente de los medios de publicidad más destacados urge a sus lectores a asumir una postura crítica frente a las iniciativas gubernamentales. De vez en cuando la minoría demócrata en el parlamento logrará detener o atenuar propuestas inaceptables. Los senadores de la minoría tendrán el deber de oponerse al nombramiento de jueces y magistrados seleccionados por sus sesgos ideológicos, aún cuando sus objeciones sean desestimadas. Ojalá se teja poco a poco una red de oposición constructiva que salve al país de un vergonzoso apoyo masivo a la hecatombe bushista.