Tráficos funestos

Se habla mucho del tráfico de drogas, se procura exterminarlo, se cuentan los crímenes cometidos a su sombra. Se tornan oídos sordos cuando se propone legalizar las drogas. Hay en realidad una especie de solidaridad global antidroga. Poco se habla en cambio del tráfico de armas, complemento mortífero del mercado de lo prohibido. Menos atención aún se presta al tráfico de personas, abusivo y degradante.

Estados Unidos sigue siendo el principal abastecedor de armas al Tercer Mundo. Ese papel ha tenido en ocasiones motivaciones políticas, como en el caso del Talibán para combatir a los soviéticos en Afganistán, de Sadam Husein cuando su guerra contra Irán, de la ayuda militar a Colombia, Egipto e Israel. En otras se trata del simple efecto de carnada para los empresarios, quienes no tienen freno ético si se les ofrece un plato de lentejas.

No es extraño que el primer proveedor de armas al conflictivo Tercer Mundo sea el país con la mayor economía y con el más amplio margen de acción de los empresarios. Pero es repudiable la complicidad gubernamental en el tráfico de armas. El gobierno del presidente Bush se opuso a un tratado para controlar la exportación de armas pequeñas que son instrumento del mayor número de muertes por armas de fuego en el mundo. Es el mismo presidente que está empeñado en exterminar las drogas a la fuerza y que no sabe qué hacer con otro tráfico vergonzoso, el de seres humanos.

Los coyotes en América del Norte y sus colegas en otras partes del mundo como los dueños de las pateras en el estrecho de Gibraltar son empresarios de un tráfico humano que explota la frustración de vivir en situaciones intolerables y sin solución a la vista. Empacados como animales en enormes camiones o en lanchas inseguras, algunos pretendidos inmigrantes mueren de calor en los desiertos del sur de Estados Unidos o se ahogan en el Mediterráneo frente a la costa española. A la mayoría sin embargo la suerte les acompaña para llegar a tierra extraña sin derechos ni defensa.

Cuando se les desempaca en tierra de Bush encuentran un mundo de comodidad y de riqueza ajeno por completo a su alcance y las promesas irredentas de un presidente irresponsable que dice que propondrá legislación que permita a los trabajadores inmigrantes permanecer en Estados Unidos por tiempo limitado y sin posibilidad de integrarse en forma estable. Podrían así desarraigarse de la miseria en que vivían en sus países para obligarlos a regresar a ella en el futuro cercano. El gobierno español ha asumido una actitud más constructiva al anunciar que legalizará la residencia en España de quienes demuestren ocupar un puesto de trabajo real.

El tráfico de prostitución, muchas veces de niñas y niños menores de edad, pelecha ante la mirada indiferente de los gobernantes del mundo, que tienen cosas más importantes qué atender. El turismo sexual, galardonado con la globalización de las mujeres y hombres prostituídos tiene raíces en los mismos fenómenos que determinan la emigración: la miseria, la desesperanza y la inseguridad. Como los inmigrantes, las prostitutas son objeto de explotación de quienes las trasladan de una parte a otra del mundo, les pintan un paraíso y les ofrecen un infierno con todos los ingredientes del caso.

Más allá de las soluciones que se ofrezcan, el tráfico de drogas, de armas y de gente reitera el predominio del espíritu capitalista, que donde huele dinero no hay escrúpulo que lo detenga. Demuestra también la injusticia persistente de un mundo dividido entre ricos y miserables donde los intereses de aquellos no cruzan por la redención de los que nada tienen.

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