El aspecto de las calles en el corazón de Washington recuerda al de algunas ciudades del llamado Tercer Mundo en épocas de dictadura o de democracia montada en los fusiles. Los carros de policía son elemento dominante del panorama urbano, seguidos por policías sin coches pero con armas, perros de distintas dimensiones, experiencia y destreza y esos embudos anaranjados puestos boca abajo que cortan la vía y se resguardan en muros feos de cemento construidos para evitar que los carros-bomba hagan estallar los edificios donde se esconden los funcionarios de la más insolente burocracia y los expertos de las instituciones financieras más arrogantes. Las calles no son para transitar, sino para atajar a los terroristas.
El deterioro material no es lo peor. El fiscal general John Ashcroft cumple con creces su papel de inquisidor. Detenciones arbitrarias, retención en prisiones sin cargos concretos y sin acceso a abogados o jueces, rumores sobre sistemas cambiantes de espionaje a los ciudadanos de Estados Unidos, utilización de estatutos de inmigración para lanzar redadas innecesarias, atrevimiento de funcionarios gubernamentales para invocar doctrinas absurdas que justifiquen las arbitrariedades presidenciales, sin contar los abusos y torturas en prisiones en Guantánamo, Afganistán e Irak, configuran un escalofriante paisaje de olvido de la ley y ultraje al derecho, ajenos a la tradición estadounidense.
Los juegos olímpicos de Atenas, símbolo de igualdad y fraternidad vieron amenazada su libertad. Las olimpiadas incluyeron un nuevo deporte, la seguridad acuartelada en un Centro de Comando y Control construido por una empresa estadounidense a costo de millones de dólares. Desde allí se extendió una vasta red de espionaje ciudadano que incluyó llamadas telefónicas interferidas y seguimiento clandestino de conversaciones callejeras.
Es evidente que el terrorismo ha logrado lo que el comunismo nunca pudo conseguir, infiltrar la médula de la sociedad e inducir el pánico global.
Es el precio de la desconfianza. Desconfiamos de todo: de los “árabes” porque los ejecutores del atentado bestial del 11 de septiembre de 2001 y de la masacre de Madrid el 11 de marzo de 2004 fueron casi todos “árabes”. Se podría también desconfiar del presidente Bush porque su padre es amigo íntimo de los “árabes”. Los “árabes”, desde luego, desconfían de todos aquellos que no confían en ellos. Con menor entidad que ese rechazo global, se desconfía de los inmigrantes, legales o ilegales, por ser inmigrantes y entre ellos algunos grupos gozan especial desconfianza, como las gitanas rumanas en la Puerta del Sol en Madrid. Diferencias en el tono de la piel, en el acento al hablar, en el modo de rezar, en las distintas querencias, son motivo de desconfianza.
La necesidad de prevenir el terrorismo es evidente pero es dudoso que el despliegue de retórica y de armamento antiterrorista sea la forma adecuada de hacerlo. Quizás se debería dirigir mayor atención, sacrificando parte del esfuerzo guerrero contra un enemigo invisible, a promover programas de recuperación de la confianza porque tal vez algún día todos podamos otra vez convivir en paz.
Un ejemplo muy pequeño de impulso a la confianza en la sociedad fue el perdón concedido por el senado de Chile, a instancias del presidente Ricardo Lagos, a 32 chilenos encarcelados por haber efectuado operaciones armadas contra la dictadura de Pinochet y haberlas continuado al principio de la democracia. Fueron los últimos prisioneros políticos en ese país.