No Intervención

Es tan grande el desequilibrio entre el que todo lo puede y los demás en el hemisferio occidental, tanto mayor que en cualquier otro continente, que el principio de no intervención es piedra angular del derecho interamericano dentro del cual ocupa lugar de preeminencia más claro que en la ONU o en cualquiera de las organizaciones regionales. Y no sólo la brecha es inmensa entre el poderío del país del norte y los que quedan al sur, sino que muchas veces el grande se ha aprovechado de los chicos, con su injerencia en sus asuntos internos. La intervención de Estados Unidos en asuntos domésticos de países latinoamericanos ha sido una constante a través de la historia y no es cosa del pasado, sino tema de vigente actualidad.

Intervenciones de todas clases, desde organización de golpes de estado a apoyo y asesoría a los dictadores más salvajes que ha sufrido la región, invasiones y ocupación territorial injustificadas, expropiación de aduanas, bloqueos de bienes, servicios y hasta lazos familiares y formas más sutiles de injerencia como la participación de diplomáticos estadounidenses en campañas electorales de otros países en apoyo de candidatos acariciados por la Casa Blanca. Esa trayectoria ha desatado un malestar consuetudinario en las relaciones interamericanas. Disgusto comprensible, porque además de deformar su historia, las aventuras intervencionistas estadounidenses han agredido el orgullo y la dignidad de las naciones que comparten el continente con la superpotencia.

El cambio radical de los últimos años ha afectado, sin embargo, la perspectiva desde la cual se mira la prepotente intervención de Washington. No sólo se toleran o disimulan acciones evidentes de interferencia de la Casa Blanca, la CIA y el Pentágono con el curso de los acontecimientos internos de países latinoamericanos, sino que estos buscan la manera de inmiscuir a Estados Unidos en su política interna cuando creen que contribuye a resolver sus problemas. La globalización ha extendido la sensación de que hay amenazas comunes a todos los países y que todos ellos deben unirse para afrontarlas.

Un ejemplo de intervención consentida ha sido el Plan Colombia que admitió presencia militar de Estados Unidos para afrontar conflictos y delitos que en buena parte podrían ser superados con mayor éxito y lógica en las calles de New York. La cooperación militar estadounidense, la tercera en magnitud en el planeta después de Israel y Egipto, ha sido buscada con ahínco por el gobierno colombiano, que confía en esta estrategia inusual.

En el contexto de valores cambiantes, la reacción a la carta enviada al presidente Uribe de Colombia por 22 senadores de Estados Unidos, entre ellos los candidatos demócratas a la presidencia y vicepresidencia de su país, es otra instancia de apertura a la intervención de factores externos en la lucha interna de cada país. No es usual, ni aceptado en general, que los parlamentarios de un país donante se dirijan al gobierno recipiente para recordar las obligaciones que tiene y que en su concepto incumple. Menos acostumbrado aún es que el regaño del extranjero sea recibido sin protesta.

Todo lo contrario ha ocurrido en Venezuela, donde se ven fantasmas intervencionistas por todas las esquinas. Los secuaces de Chávez impulsaron un proceso de alta traición contra dos cabecillas de un grupo opositor, acusado de recibir 53.400 dólares de una entidad de promoción de la democracia financiada por el congreso de Estados Unidos (The Washington Post, 30 de julio de 2004) Esta forma de reaccionar contra actividades legítimas es propia de las dictaduras que América Latina se ha empeñado en buena hora en desbancar.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

four − two =