El personaje central de todos los medios informativos de Estados Unidos el sábado 5 de junio fue Smarty Jones, un caballo de carreras. De origen modesto, rodeado de gente también semejante al promedio, había corrido ocho veces y ganado cada vez, entre ellas dos de las carreras que conforman la llamada Triple Corona de la hípica y era favorito para ganar ese día la tercera de ellas y convertirse en el primer vencedor de los tres clásicos en los últimos 26 años. Más que su récord perfecto y su potencial de grandeza equina, llevaba en sus lomos la ilusión de todo un país cansado de torturas en Guantánamo, Afganistán, Irak, de favoritismo con los potentados, de escaramuzas con sus aliados y de violaciones del derecho nacional e internacional.
Tal vez el peso de la gloria resultó excesivo para el pequeño valiente caballo, o quizás la distancia de la carrera, la más larga que había afrontado drenó sus energías, o puede ser que los dioses de la hípica decidieran que no había llegado su hora, Smarty Jones fue alcanzado por otro caballo faltando pocos metros para la meta, perdió su invicto, no aprovechó su ocasión de pasar a la historia y esfumó el sueño de sus innumerables seguidores.
Unas horas antes de la derrota del caballo de Filadelfia pasó a la historia en California el ex presidente de Estados Unidos Ronald Reagan, quien falleció esa tarde. Su memoria pública, como la de muchos difuntos ilustres, es un catálogo de glorias. Se ha dicho una y mil veces en los días siguientes a su deceso que Reagan fue el hombre que derrumbó el imperio soviético. Se ha recordado que después de Jimmy Carter, quien con crudo realismo puso de presente las debilidades de la sociedad estadounidense, Reagan restauró el sentido de grandeza y de misión histórica del país que presidió. Se han elogiado su valentía para imponer sus puntos de vista y su inflexibilidad ideológica. Se han destacado con justicia sus dotes de locutor y su simpatía personal. El actual presidente George W. Bush se ha apresurado a buscar la sombra de su antecesor para que fortalezca su campaña electoral y el candidato demócrata ha suspendido la suya por cinco días para hacerse eco del luto global.
Es probable que el paso del tiempo corrija ese sueño de grandeza y rinda una figura más real del ex presidente Ronald Reagan. Parece por ejemplo aventurado afirmar que Reagan, o cualquier otro personaje no soviético como Juan Pablo II, o aún el mismo Mijail Gorvachev haya sido responsable de destruir lo que el difunto llamó el imperio del mal. La disolución de la Unión Soviética ocurrió por el desbarajuste interno del sistema marxista. Tampoco son dignas de elogio las alabanzas de la grandeza y misión histórica de Estados Unidos que en manos de un sucesor de menor calibre pueden conducir, como ocurre ahora con Bush, a una catástrofe colectiva. La rigidez ideológica, por su parte, ha sido uno de los peores estigmas de la humanidad desde la inquisición hasta el uso de perfiles étnicos o raciales en estos tiempos.
También debería preservarse para advertencia de generaciones venideras el recuerdo de algunas aventuras vergonzosas del gobierno de Reagan, como el asunto Irán Contra. El producto de las armas vendidas en contra de la ley a Irán se desvió hacia el financiamiento, también ilegal, de las actividades de los Contras en Nicaragua. Todo tal vez en nombre de la ideología de extrema derecha que profesó y propagó el ilustre difunto.