El caudillo ha desempeñado un papel protagónico en la historia de Latinoamérica. Ha captado el apoyo popular, ha degradado los partidos tradicionales y ha impuesto su manera personal de gobierno. Desde el primero, el mítico Simón Bolívar, hasta el discípulo más insignificante, el ex teniente coronel Hugo Chávez, los hubo de toda clase. Pasando en la segunda mitad del Siglo XX por personajes tan funestos como Trujillo, Papa Doc, Somoza, Videla, Stroessner y Pinochet.
Ha habido caudillismos institucionales como el PRI que durante setenta años gobernó en México, o revolucionarios como Fidel Castro en Cuba y caudillajes políticos en el poder o en las ganas de poder, como Alfonso López Pumarejo y Jorge Eliécer Gaitán en Colombia.
En países cuya constitución contempla la posibilidad de reelección de los jefes del ejecutivo y la democracia está arraigada, la opción de un período más amplio constituye una apuesta al apoyo popular de un proyecto de gobierno que en los años iniciales no ha tenido oportunidad de ponerse del todo en práctica. En nuestra América, en donde la democracia es más aparente que real, el señuelo de la reelección engendra caracteres de la mediocridad política y moral de Carlos Ménem en Argentina o Alberto Fujimori en Perú.
Avanza ahora en Colombia una reforma constitucional que confiera legitimidad al deseo del presidente Álvaro Uribe Vélez de permanecer otros cuatro años en el poder. Sus partidarios esgrimen cifras que señalan la disminución apreciable de homicidios y secuestros, la erradicación de cultivos de coca, el creciente número de guerrilleros muertos en combate, la renovada capacidad de paseos dominicales por las carreteras colombianas, como logros que merecen la recompensa de cuatro años más. Hay que admitir que la primera parte de su binomio emblemático, “Seguridad democrática”, ha mejorado bastante durante su mandato. En cuanto a la segunda, ha sufrido golpes duros: la institucionalización de los chivatazos, la militarización de los campesinos, la adjudicación de funciones judiciales a la policía y el ejército, los acomodos a la voluntad de Washington, el deseo de perdurabilidad del presidente y su sentido de infalibilidad no son motivo de complacencia.
Es muy distinto admitir un esfuerzo de reelección dentro de la constitución a originar una oportunidad pasando por encima de la norma constitucional. La reforma propuesta en Colombia no tiene como finalidad dar a los presidentes oportunidad de alargar sus mandatos, sino otorgar al presidente Uribe una carta en blanco para que mande por más tiempo. No se trata de adecuar la constitución a la realidad social, sino de buscar que deje de ser un estorbo para los designios del presidente. Ni hay la intención de mejorar el funcionamiento de los poderes dentro de un Estado social de derecho, sino la de insertar en esa figura jurídica el embrión de donde surja un caudillo, afirmando en la carta fundamental que sólo uno entre los cuarenta y dos millones de ciudadanos y ciudadanas colombianos es digno y capaz de gobernar.
No se debe legislar a nombre propio. Va corrida apenas menos de la mitad del mandato de Álvaro Uribe Vélez y parece en todo caso un tanto apresurado empezar a erigir estatuas en honor de quien aún no ha demostrado calidad de estatuario.