Aquí se vive bien

El progreso español es aparente y notable. En Madrid, por ejemplo, los automóviles han crecido de tamaño y mejorado de aspecto, la gente viste bien, los cafés, bares, restaurantes y teatros están siempre llenos, la pasión por el fútbol desborda los estadios, la fiesta brava conserva su atractivo, las actividades culturales de toda índole abundan y acogen a un público cada vez más entusiasta. En otras ciudades de España se encuentra un dinamismo creador al parecer inagotable, Bilbao por ejemplo surge al amparo del museo Guggenheim, obra impresionante de arquitectura que encuentra rival en las estructuras formidables de la Ciudad de las Artes y las Ciencias en proceso de terminación en Valencia. Son monumentos españoles que inmortalizarán en la historia los finales del Siglo XX y comienzos del XXI.

La prensa de todas las tendencias compite para explicar el aumento en el ingreso promedio de los españoles y para divulgar los pronósticos de crecimiento de la economía a ritmos muy superiores al conjunto de la Unión Europea. Golpeados en los tuétanos por el terrorismo de muchos años de ETA y por el sangriento y absurdo atentado que asaltó a Madrid en la mañana del 11 de marzo, los ciudadanos admiran la rapidez con la que la policía desentrañó el entuerto y detuvo a los presuntos asesinos, a diferencia de otros países en donde los crímenes gozan de ineptitud policial.

Más que las cifras económicas y los indicios de prosperidad el mejor síntoma de contento colectivo es la frase que se oye casi en cada conversación, “En España se vive bien.” Así concluyen las reflexiones de mi amigo Antonio mientras tomamos café, o la disertación de la señora distinguida que nos asegura que no hay sitio en el mundo como las cercanías de Madrid, que “Hasta teatro tenemos ahora en el pueblo.” Lo mismo dicen el dueño de la frutería y el del gimnasio, cuando explican que la ciudad es dura para trabajar y linda para vivir y en ello coinciden el conductor de taxi y los mozos del restaurante, a quienes por ancestral costumbre española apenas les dejan unas pocas perras de propina. Se alegra Félix, el del kiosco de periódicos de la llegada de la primavera cuando la ciudad está mejor para vivirla y el primo de los nietos me dice que qué bien que me guste España, porque a él le encanta.

Una parte importante de la población parece atribuir este sentido de bienestar a los ocho años de mando del inefable señor don José María Aznar, quien a pocas horas de ser despojado de sus privilegios y funciones mostró el cobre llamando a su dueño, el emperador Tejano de Estados Unidos para poner quejas del nuevo gobierno de España. Hasta se nota cierta nostalgia de Franco, a cuya sombra Aznar perfiló su idiosincrasia. Si por mí fuera, diría que es el recio sentido del español, tan acostumbrado a lamentarse de todo, el que ha surgido para rescatar lo mucho de bueno que hay aquí.

Siendo más objetivo, hay dos factores ya señalados en otras ocasiones que han contribuido a este resurgir de la afirmación de España. Uno, ejemplar para muchos otros lugares, es la capacidad de absorción de lo moderno y avanzado sin perder la esencia de la identidad tradicional. Compiten así los toros y los galácticos del Real Madrid, las procesiones de semana santa y la arquitectura monumental de Calatrava, la lectura pública anual del Quijote y la Cañada Real cuando miles de ovejas trotan por la Gran Vía y la calle de Alcalá. El otro, proveniente de la constitución de 1979 que estableció la democracia, es la competencia entre las diez y siete comunidades que integran el Estado español y que ha dado lugar a instituciones y construcciones de avanzada.

Como dato curioso en este país que aspira a ser conocido como uno de los ocho líderes del mundo, cada Jueves Santo en cada una de esas comunidades se suelta un preso que abandona la cárcel para iniciar nueva vida recorriendo la procesión con la Virgen. Esta España del progreso no tiene miedo de la España medieval.

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