Tres Españas

España es nación de contrastes. El tren se desliza por la meseta castellana. Meseta hecha de rocas sobre rocas, con algunos grupos de pinos o de encinas, uno que otro rebaño de vacas y pueblitos solemnes como sus habitantes donde el edificio más alto es siempre la torre de la iglesia, adornados a veces con castillos confundidos con el paisaje. Caminos de polvo hacia las otras rocas, cercos de piedra indestructibles. Allí habita la tradición de Castilla, hecha fuerte por mil desdichas, que conoció gloria y la perdió, conservando siempre ambición de grandeza y capacidad de renunciación. Es la España histórica, lo que se ha dado en llamar la España eterna.

Los pasajeros del tren tienen aspecto de cansancio o de estar deprisa, algunos duermen otros leen, muchos conversan, o se entretienen mirando al pasar las rocas y los pueblos. Cada vez que hay un ruido poco usual, o cuando el tren modera su marcha, hay rostros de preocupación e incertidumbre. La España actual, la de ciudades y poblaciones llenas de negocios de toda clase, de farmacias, de bares, de bancos y compañías de seguros, de carreteras en donde mueren 100 personas en un fin de semana, vive con la amenaza del terrorismo de varias procedencias y los trenes, los estadios, el metro, los lugares con gran aglomeración son objetivos privilegiados. Es la agonía de la España de El Corte Inglés y de los móviles.

En Madrid, capital de una monarquía agrietada por nacionalismos tenaces, se cumple en estos días el curioso procedimiento de investidura del presidente del gobierno. La democracia española, como la de algunos otros países, tiene la extraña característica de asignar la jefatura del Estado al representante de la institución menos demócrata, el Rey. En lugar de reconocer de una vez por todas como presidente del gobierno a quien ganó las elecciones, se procede a consultas reales con los dirigentes de todos los partidos que obtuvieron curules en el congreso, al cabo de las cuales Su Majestad, a quien debería conocerse por el remoquete de don Juan Carlos el Simpático, propone como candidato al ya electo vencedor en las votaciones. Es como si se tuviera vergüenza de proclamar la democracia española y se quisiera conservar un rasgo de poder hereditario y divino al frente de la sociedad. Pero lo más notable es que el monarca ha sido actor decisivo en la consolidación y estabilidad de las instituciones, dando carácter abierto y popular a esta tercera España, la que tiene a su cargo preservar la tradición y encaminar a la comunidad hacia senderos propios del Siglo XXI.

Lo que ocurra en España, en donde hay debates agrios sobre cohesión nacional y autonomía de las comunidades, inmigración, sumisión o independencia frente al poder global, modalidades de inserción en Europa, relaciones con América Latina, calidad de la educación y la seguridad social, defensa del medio ambiente, por señalar unos cuantos temas, tendrá efectos fuera de las fronteras españolas y en especial en las que ayer fueron sus colonias y hoy pueden ser sus compañeras en la lucha por la racionalidad en el mundo. Es innegable la influencia de la vibrante producción cultural y del pensamiento político español en el quehacer latinoamericano. Es un lugar común hablar del potencial de España como gestor de los intereses de América Latina en la Unión Europea. Sería absurdo pensar en la posibilidad de competir con el mundo anglosajón por el liderazgo mundial, pero realista y deseable consolidar un bloque iberoamericano que mantenga su independencia frente a aquel para establecer posiciones comunes y propias en la temática universal, estrategia en la cual España tendrá participación sustantiva. Nuestros intereses coinciden en mucho con los múltiples jalones del futuro español.

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