En la madrugada del 11 de marzo de 2004 bombas asesinas plantadas en clandestinidad mataron e hirieron centenares de personas en el corazón de los barrios obreros de la capital de España. El rechazo de los españoles a esa violencia indiscriminada ha sido compartido a través de los pueblos y por muchas de las instituciones que dicen representarlos. Algunos han caracterizado ese acto de terrorismo como un atentado contra la democracia. Fue mucho más que eso, una afrenta a la humanidad.
La masacre desatada por grupos irresponsables cuestiona la misma estructura de las sociedades del siglo XXI, en donde el terror y el miedo configuran las principales vertientes de la interacción de las personas. Esta nueva explosión del odio de seres humanos contra sus congéneres plantea una serie de interrogantes. ¿Cómo prevenir tragedias similares? ¿Cómo enfrentar a quienes maquinan, auspician o ejecutan actos terroristas? ¿Cómo derrotar a las bandas de malhechores que mantienen viva la amenaza del terrorismo?
España cuenta con una fuerza policial eficiente y con un sistema de inteligencia avanzado. En el curso de los últimos meses, por ejemplo, el gobierno atajó por lo menos tres atentados de gran magnitud dirigidos a distintos puntos de Madrid. En esta oportunidad los organismos de seguridad del Estado no fueron capaces de prevenir el desastre. Esto demuestra dos cosas: por una parte la necesidad de fortalecer los dispositivos de seguridad; por otra, le importancia de reconocer que las acciones policiales y de inteligencia no son suficientes para garantizar que no haya nuevos atentados terroristas.
La respuesta típica del dirigente político ante el asalto a Madrid fue la del candidato del partido popular a la presidencia del gobierno, Mariano Rajoy, quien dijo: “Yo voy a ir a por ellos.” Pero ¿cómo, cuándo y dónde? La lucha contra los terroristas tiene características propias que hacen de ese enfoque una ilusión. Se trata de un enemigo amorfo e invisible, contra el cual no caben peleas frontales ni batallas militares.
Es evidente la necesidad de castigar de acuerdo con la ley a quienes se declare culpables de planear, ejecutar o encubrir actos de terror, e indispensable encontrar maneras de promover la desintegración de los núcleos terroristas. Pero junto con emprender las necesarias acciones judiciales, policiales y militares, cabría reflexionar sobre aspectos menos obvios del problema.
Mis limitados conocimientos de historia sugieren que la plaga del terrorismo en sus diversas formas es ahora más frecuente y aguda de lo que fue en cualquiera otra época. Si esto es así, debe haber alguna o algunas características perversas en las naciones del siglo XXI que no existían o se han agudizado. Puede ser, por ejemplo que las brechas de riqueza y de oportunidades se hayan agrandado, que sentimientos de exagerado patriotismo se hayan imbuido en la educación de ciertas regiones, que la interpretación de algunas religiones estimule el homicidio colectivo. De ser verdad que tales hechos influyen para dar pie al terrorismo, valdría la pena tratar de modificarlos.
De momento, recordemos la hermosa y vibrante ciudad de Madrid, bañada en sangre por los violentos pero incólume en el sentimiento de quienes la queremos.