En Haití no hay petróleo

Cómo cambian las cosas. En junio de 1995 la asamblea de la OEA se reunió en Montrouis, un balneario lujoso en un país paupérrimo, Haití. Ese evento fue una celebración injustificada de la aparente culminación del renacimiento democrático en América. El presidente Aristide – que fue entonces lo que siempre ha sido, un símbolo – volvía al mando de su país reinstalado por una combinación de fuerzas políticas de varias organizaciones internacionales, entre ellas la OEA y con la presencia militar de Estados Unidos.

Muchos en ese entonces comparaban el revivir democrático de América (que siempre tuvo en Fidel Castro su cláusula de escape) con el avance de la democracia en los países de Europa Central que estuvieron sujetos a la tenaza soviética. Aristide simbolizó el triunfo de la democracia en un país que nunca fue adicto a ella y abrió la esperanza de que los golpes militares fueran desterrados del suelo americano.

En los últimos días de febrero de 2004 los “marines” estadounidenses se aprestaban de nuevo a visitar a Haití, la OEA solicitaba a las Naciones Unidas que se ocupara de la situación y los regidores del hemisferio, el Departamento de Estado y la Casa Blanca, declaraban que la crisis era obra de Aristide, sellando así su destino. No se trataba ahora de ninguna celebración, desde luego, sino del entierro de la democracia. Mientras Haití se debatió entre los rebeldes armados que querían deponer al presidente y sus partidarios listos a defenderlo por cualquier medio, la comunidad internacional miró con horror indiferente el desmoronamiento y el sacrificio de un pueblo.

No es fácil prever cuál será la solución final a esta hecatombe que ha teñido de sangre el hambre del pueblo haitiano. Debería ser esta, sin embargo, ocasión de repasar cómo se ha hundido la democracia latinoamericana en menos de una década, de pensar si vale la pena mantenerla en el respirador y cómo hacerlo. Casi ocurre en Port-au-Prince lo que pasó en Bolivia en la primera mitad del siglo XX, cuando el cadáver de Villarroel fue colgado por el pueblo de un farol del parque. Y en la Bolivia moderna ha ocurrido, como en Haití y Ecuador que una turba derroque al presidente electo. ¿Son estas hordas desaforadas custodios de la constitución y la institucionalidad? ¿Es esta la manera de preservar la democracia? ¿No hay instituciones y procedimientos ajustados a derecho para despedir a los ineptos o a los pícaros?

La democracia latinoamericana se desmorona porque no se han respetado las prioridades. El presidente Lula, de Brasil, las ha definido muy bien: las prioridades son derrotar el hambre, lograr que cada persona pueda comer tres veces al día. Ni aún Chile, el país que ha alcanzado el mayor éxito económico en Latinoamérica, ha logrado siquiera mitigar la pobreza de sus pobres.

Aristide, nunca un demócrata ejemplar, salió de su país pero no se llevó consigo la tragedia de América Latina que sigue exhibiendo democracias nominales sin ocuparse de corregir sus desequilibrios fundamentales. Dejó también su secuela lamentable, los “marines” estadounidenses plantando pie en el primer pueblo de América Latina que proclamó su libertad. Aunque no haya petróleo, Haití es víctima, no sólo de las veleidades del presidente desterrado, sino también de la miseria de su pueblo y del imperialismo de sus vecinos.

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