Carlos

La señora vecina, una mujer culta y encantadora, esposa de un congresista demócrata, me llama Carlos, en lugar de José. Me saluda siempre con entusiasmo, con una sonrisa de oreja a oreja y lanza al viento el nombre que me adjudica. Carlos es un nombre muy hispano. Además, si la memoria no me falla, así se llamaba el Chacal, ese célebre bandido venezolano que adquirió palco de primera en la prensa internacional. Con tales antecedentes, ¿Por qué no llamar Carlos a cuanto latino se atraviese? Es una especie de bautismo universal, dándole nombre cristiano a toda una región. Además Carlos me gusta más que “spic”, como suele referirse con desprecio el blanco al mestizo en el país más adelantado del planeta tierra. Nunca he corregido a mi simpática vecina, porque ¿qué más da llamarse Carlos o José?

No se sabe con exactitud cuantos Carlos viven en el área metropolitana de Washington. Deben ser muchísimos, sin duda. El periódico de la capital del imperio cuenta que uno de cada cinco trabajadores en la zona Washington-Baltimore nació fuera de Estados Unidos. Habrá un número crecido de Lee, proveniente del lejano oriente que acaba de celebrar el año nuevo chino y con seguridad un contingente todavía mayor de Alí, observando la fiesta religiosa del final de la peregrinación a La Meca, que ahora han caído bajo la desconfianza del mundo occidental. Pero el núcleo mayor es el de Carlos y María que han dejado sus patrias en América del Centro y del Sur y han venido a echar raíces en América del Norte.

La mayoría de los trabajadores son inmigrantes legales y casi todos se ocupan en los más simples menesteres, cobrando salarios mínimos. Sin embargo, su permanencia en Estados Unidos indica que en términos económicos están mejor aquí que allá, ellos y sus familiares en la tierra de origen.

Un presidente que se las da de compasivo ha inventado ahora un plan que permitirá a los inmigrantes una estadía legal de pocos años, sin abrirles la oportunidad de optar a la residencia permanente en su país adoptivo. Es un esquema para sacralizar el nombre de Carlos para siempre: recibamos a los que vienen impulsados por su miseria y nuestra abundancia, aprovechemos su voluntad de trabajo y desechémoslos luego, cuando vayan a cometer la audacia de convertirse en estadounidenses.

El problema de la inmigración ha sido afrontado desde diversos puntos de mira equivocados: como si se tratara a veces de un problema policial, a ser reprimido por la violencia y en otras ocasiones, como si fuera un asunto económico. Los programas encaminados a atenuar las diferencias entre los países para evitar que los pobladores de los más pobres se desplacen a los más ricos no han tenido gran impacto.

Sería indispensable recordar que estamos delante de un asunto que es ante todo humano. Si algún día pudiéramos llamarnos Carlos, no como sobrenombre de latino sino como colega del hombre que nos avecina, si encontráramos a María por la calle y fuera una figura de hermana, si Alí y Lee fueran solidarios con Carlos y María, si todos pudiéramos ser hombres y mujeres abiertos a la colaboración y la amistad y si los amos de hoy se convirtieran en los compañeros del mañana, un pedazo importante del tema de la inmigración estaría resuelto. Por eso me agrada la sonrisa de la señora del congresista, que promete comprender al ser humano que hay detrás de Carlos, su vecino y abrigar la esperanza de que mañana aprendamos a compartir nuestro espacio de la tierra sin más apelativos que los de hombre y mujer.

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