Al amplio y distinguido catálogo de guerras que ya tenemos, la guerra contra el terrorismo, la guerra contra las drogas, la guerra contra el SIDA, la guerra contra el tabaco, la guerra contra el narcotráfico, la guerra contra Irak, se adhiere ahora la guerra contra los gordos, guerra a muerte porque se trata de evitar el fallecimiento prematuro de los obesos.
La Organización Mundial de la Salud (OMS), consciente de los riesgos que conlleva el exceso alimentario, alarmada ante el número creciente de gordos en las sociedades ricas del planeta y segura de que sólo una acción radical y profunda puede atacar con éxito la acumulación de grasa, propuso un plan de lucha contra el exceso de peso recomendando entre otras medidas el aumento de los impuestos a las industrias de fabricación de comida rápida y del azúcar.
A la iniciativa le salió su guerrilla. La mal llamada administración Bush reaccionó ante el ataque potencial a algunas ramas manufactureras que además de ofrecer empleo e incrementar producción cosechan cuantiosos votos cada vez que hay elecciones. Con ese elevado espíritu, se adhirió a la guerra contra la gordura, abrazando sus objetivos pero prometiendo una campaña feroz para asegurar que la estrategia sea de estricto carácter individual, sin injerencia del gobierno y –¡Dios quiera!– sin nuevos impuestos.
Esta iniciativa guerrera de la pérdida de peso es un ejemplo admirable del papel que desempeñan en el panorama mundial las organizaciones de las Naciones Unidas y el gobierno de la potencia industrial, política y militar. Se presume que la OMS tiene como fin mejorar la salubridad pública y prevenir los factores que la pongan en riesgo. La acumulación de grasa, con sus efectos nocivos sobre órganos tan importantes como el corazón, es un fenómeno que reclama la acción de la OMS y la guerra que le ha declarado es una actividad apropiada de la organización. Además, el estar involucrada en alguna guerra confiere inmenso prestigio a la entidad que la declare.
En cuanto al gobierno de la potencia, se entiende que tiene como misión mejorar las condiciones de vida de los ciudadanos de Estados Unidos. Al impedir que se les cobren mayores impuestos, cumple con esa función y sale en defensa de la empresa privada. Si logra convencer a los estadounidenses que por su libre albedrío coman menos y hagan más ejercicio, estará promoviendo la iniciativa privada y la libertad de decisión personal que con tanto empeño alienta en casos como el de Irak.
Los organismos internacionales existen porque los estados los crean y administran. En muy difícil para una organización multilateral existir en un ambiente unilateral. Una de las características distintivas de la era Bush es la convicción de que es mejor sólo que mal acompañado. La mala compañía son los gobiernos que no comulguen con el pontífice de Washington, en especial los de esa nueva y astuta categoría, “La Vieja Europa”. Resulta, sin embargo, que el individualismo internacional es tan maligno como el local. Por ejemplo, se le aconseja al individuo (y a esa especie de individuo que es la empresa) que la mejor manera de evitar el deterioro del medio ambiente es suponer que no existe, de manera que nadie haga nada para afrontar el tema. En el caso de la obesidad, se recomienda a una sociedad rica, hedonista y enemiga del sacrificio, que coma menos y se ejercite más. Es probable que cada vez haya más gordos y menos gimnasios.
Quizás después de una etapa caracterizada por la desconfianza en los demás y la insolidaridad en las relaciones internacionales, el mundo despierte a la necesidad de practicar la cooperación y el esfuerzo de equipo.