Resulta curioso como preguntas simples pueden llevarlo a uno a respuestas inesperadamente complejas. Hace no mucho alguien me pregunto, “¿Y como es esa ciudad?”. Inmediatamente llegaron a mí muchas respuestas simples, de cajón, pero que no contestaban realmente la pregunta para alguien con interés genuino en la respuesta. Es fría o es caliente, es bonita o es fea, es pequeña o es grande; todas responden de alguna forma la pregunta pero ninguna le da una idea a la persona sobre lo que es vivir ahí o no estar más ahí.
Hace muchos años era una ciudad que para mí era muy grande, las calles parecían tan grandes como para que pasara un tren y el río de aguas mansas solo se cruzaba en canoas muy largas pintadas de muchos colores o por un puente de suspensión a la entrada – o salida – de la ciudad nombrado en honor de un prócer de la independencia. Si algo pasaba en el puente Santander nadie entraba ni salía hacia el norte. Hoy en día el puente es muy angosto y hasta las torres de acero que lo sostienen parecieran haber encogido. El puente fue remplazado por uno más moderno con columnas de concreto y calzadas el doble de amplias.
En ese entonces la ciudad tenía un gran parque infantil del tamaño de dos o tres manzanas, lleno de árboles de mango y mamoncillo de los que siempre se podía coger una fruta madura. Había también algunos juegos como columpios y deslizaderos, unos muy altos e inclinados que uno tenía que ser grande ya para poder tirarse. El parque estaba bordado de jardineras hechas con muros angostos de cemento pintados de blanco que servían para uno caminar como si fueran una cuerda floja manteniendo el equilibrio con los brazos abiertos.
Más adelante le construyeron al parque una fuente de agua que tiraba chorros muy altos y por la noche le prendían luces de colores. Todo el mundo pasaba por la pileta por la noche para ver los chorros de colores y calmar un poco el calor con el rocío que el viento arrojaba. Algunos muchachos tomaron la pileta como un juego más del parque y se tiraban los unos a los otros al agua y para que negarlo, algunos nos tirábamos solos. Claro que cuando llegaba a la casa decía que alguien me había tirado sin yo querer pues eso era cosa de gamínes y no de niños como uno (no-gamín).
La ciudad que normalmente es bastante calmada se transforma durante fines del mes de junio cuando los colegios ya han salido a vacaciones de mitad de año y entonces mucha más gente comienza a verse en las calles. Los primos le llegan a la gente de otras ciudades más grandes o de los pueblos más pequeños y los de la capital se pegan la rodadita para pasar vacaciones y para las fiestas en honor a San Pedro. Durante esas semanas hay muchos que dejan los carros y vuelven a los caballos y se hacen cabalgatas por toda la ciudad. También hacen un reinado de belleza con desfile de carrozas por las calles para que todos vean las señoritas que vienen de todo el país para ser reinas. Para mí todas eran lindas porque pasaban tirando dulces a la gente que se amontonaba a lo largo de la ruta del desfile; los que siempre me asustaban eran los muñecos gigantescos que andaban en zancos moviéndose entre las carrozas y la gente; taita puros es el nombre que les tienen y no se que quiere decir esa palabra. Por las noches, los grandes salen otra vez a bailar a las casetas, que son como discotecas improvisadas, y a comer en los asaderos el tradicional asado, la lechona, empanadas y a tomar guarapo. Hay también en el parque infantil una concha acústica donde las señoritas con sus vestidos blancos, de faldas anchas y largas llenas de bordados y encajes bailan el sanjuanero con sus acompañantes también de vestiduras típicas, con sombrero de paja, ruana y machete. Tampoco sé por que en San Pedro se baila el Sanjuanero; talvez debería llamarse el Sanpedrero.
En esta ciudad aún persisten costumbres como el camión que pasa temprano en la mañana pitando por la calle anunciando que llegó la leche. La gente sale corriendo con sus cantinas a comprar la leche -antes de que se acabe- que en ese entonces era recién ordeñada acabada de llegar de las fincas y que hoy llega más aguada recién salida de las pasteurizadoras; la gente aún va a la casa para almorzar y hacer una siesta antes de volver al trabajo; y por las noches es costumbre salir a caminar o a hacer visita, que aunque no es lo mismo da igual. Cuando salen a caminar, sale toda la familia y van todos por la mitad de la calle recorriendo el vecindario. Los andenes están siempre impasables a esa hora porque los que no salen a caminar sacan sillas mecedoras al andén y las que no son mecedoras las recuestan inclinando el espaldar contra la pared y ahí se pasan hablando y refrescándose con la brisa que viene del río. Por supuesto los que van caminando se encuentran con todos los vecinos que están conversando en la puerta. A todos se les saluda – “Buenas noches doña Elisita”- y con los más amigos se habla un ratico – “Hola Leonorcita, ¿como esta “sumerge”?, ¿como le ha ido?, ¿Que ha habido de Humberto?”. Esta actividad es frecuentemente combinada con el deporte universal de jugar parqués. Algunos juegan parqués afuera en el andén mientras conversan y en ocasiones invitan a los caminantes amigos a que paren y jueguen una manito.
Esta debe ser una de las ciudades donde más máquinas de coser existen. La mitad de las señoras son modistas y le hacen los vestidos a la otra mitad. Usualmente en las mañanas van las señoras a que les tomen las medidas lo cual incluye tomar un tintico, mirar las revistas de modas para que les hagan un vestido igual a los de ultima moda, con algunas modificaciones para que se ajuste a las medidas que le van a tomar, y finalmente ver cuando pueden volver a medírselo. Medirse el vestido es algo que ocurre en las tardes, después de almuerzo y la siesta pero justo a hora de tomar otro tinto. Es usual que los vestidos no queden bien la primera vez porque acaban de ver un modelo nuevo pero generalmente es porque les quedo apretado. Este proceso se repite un par de veces más hasta que la cliente queda satisfecha.
Ahora las casas no me parecen tan grandes como antes aunque siguen teniendo los techos muy altos y los patios llenos de matas, flores y árboles frutales. La casa de mi abuela siempre ha tenido palos de mango, mamoncillo, guayaba, naranjas y en una época hasta una palma de cocos que hubo que cortarla porque los cocos caían sobre el techo de los vecinos y lo dañaban causando grandes disgustos con ellos. Las calles ahora también son más angostas y a diferencia de antes cuando pasaban las moto-niveladoras y aplanadoras cubriéndolas de asfalto fresco y negro, se ven llenas de huecos y polvorientas. Los gamínes ya no se tiran a la pileta del parque infantil que ni alumbra ni tira los chorros altos y que simplemente acumula tierra y basura que los peatones tiran al pasar.
Lo que me he dado cuenta es que la respuesta nunca termina. Las ciudades no son ni bonitas ni feas, ni grandes ni chiquitas, ni frías ni calientes. Todas son como las hemos vivido, como las sentimos de lejos y como quisiéramos que sean el día en que volveremos. ¿Y como es su ciudad?