The Economist es, pienso yo, la revista seria más leída en el mundo de habla inglesa, por los que hablamos inglés sin ser de tal habla y sin duda por esa nueva clase gerencial que cree haber reemplazado a los intelectuales y haberse puesto al comando del mundo. Su enfoque está en perfecto acuerdo con los sacerdotes del culto contemporáneo que profesa que el trabajo extenuante, la mediocridad intelectual y el predominio de lo práctico sobre lo ideal son cualidades suficientes para liderar las naciones del Siglo XXI. La influencia de The Economist corresponde a su enorme capacidad de difusión como cátedra doctrinaria para reemplazar la opinión de los grupos de políticos sagaces y de intelectuales sólidos que acostumbraban llevar las riendas de la historia. En nuestros días la habilidad política ha sido desplazada por la pericia administrativa, como si el arte de gobernar fuera más semejante a un manual de gerencia que a un concepto de futuro, noción que encuentra su expresión periodística en esa Biblia de los negocios.
La edición de The Economist del 22 al 28 de noviembre de 2003 incluye un artículo titulado “Over There” que parece ser de opinión editorial, cuyos conceptos acaban por presentar la guerra como solución de los conflictos y abren el abanico del uso de la fuerza en el orden mundial del futuro. Allí se alega que Bush y Blair atacaron a Irak sobre premisas falsas, pero que su decisión debe ser apoyada porque el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas es incapaz de asegurar el orden internacional y la acción violenta era la única manera de acabar con Sadam Husein. Argumento que valida de antemano las instancias futuras de lo que José María Aznar, su aliado menor, llama con ingenuidad ataques anticipatorios.
Hace casi sesenta años se estableció la Organización de las Naciones Unidas, con el fin primordial de asegurar la paz. Innecesario recordar que la humanidad acababa de sufrir el cataclismo de la segunda guerra mundial en treinta años. En ese momento, como en pocos otros de la historia, la paz era el punto de mira de la gran mayoría de los habitantes de la tierra. Debido a ese anhelo colectivo, la ONU nació con buenos auspicios y el respeto y la esperanza de la comunidad de naciones. Hoy la organización mundial es objeto del desdén de amplios sectores de la población y sujeto de burlas y ataques de muchos gobiernos.
Imperfecta como cualquier institución, es indudable que la ONU no ha logrado en forma total su compromiso de paz. Al mismo tiempo, hay que darle crédito especial, ante todo por haber contribuido a evitar una confrontación que hubiera sido devastadora de las dos superpotencias durante la larga y escabrosa etapa de la Guerra Fría. Mirando al panorama global en forma objetiva la reforma de las Naciones Unidas para facilitar el logro de sus fines sería más productiva que el saltar por encima de sus estatutos y sus instituciones para acabar de hundirla.
Hay que partir de la aceptación de que la guerra no es una solución, sino la falta de ella, una catástrofe que desestabiliza a vencedores y vencidos. Si bien puede eliminar obstáculos, no provoca la coincidencia de intereses indispensable para toda resolución de diferencias. Si se busca de verdad resolver los conflictos entre naciones y dentro de las naciones hay que descartar la opción de la guerra, que en lugar de superar las confrontaciones subyuga a una de las partes y somete a la otra a la pesada carga de convivir con los derrotados. Los esfuerzos deben encaminarse a lograr el entendimiento mediante la negociación racional y no el uso indiscriminado de la fuerza. No se puede interpretar la guerra como si fuera la paz.