Cuenta la prensa europea que el súbito crecimiento de la economía de Estados Unidos ha comenzado a crear empleo, con 251.000 nuevos puestos de trabajo generados en septiembre y octubre. Buena noticia para unos cuantos afortunados, entre los casi 3 millones de trabajadores despedidos en lo que va del actual gobierno. Motivo evidente de regocijo para el presidente George W. Bush de Estados Unidos, cuyas perspectivas electorales son cada vez más promisorias. Crecimiento y oportunidades de trabajo son motores de votos que quizás puedan anular ante los ciudadanos el desastre de Irak.
La estrategia del grupo Bush para afrontar la crisis fue simple y contundente: rebajar los impuestos a los grandes receptores de ingresos con la expectativa de que ese corte tributario los estimulara a aumentar sus gastos lo que impulsaría la economía y ayudaría a generar empleo.
La idea, en términos prácticos, fue correcta. Correctos también, desde el punto de vista económico o político, han sido hasta ahora los resultados de esa apuesta ultra capitalista. Los millonarios están agradecidos con el magnánimo presidente y no sólo han aumentado sus gastos como se esperaba, sino que han sido espléndidos en su contribución a los cofres de campaña del presunto Robin Hood tejano. Los beneficiarios directos del plan Bush son todavía pocos de manera que su incorporación al mercado de trabajo no debe tener un impacto apreciable a favor de la reelección presidencial, pero al menos sirven para acallar las críticas de los demócratas a la política económica del régimen.
Lo que con tanto bombo ha ejecutado el presidente de Estados Unidos no es doctrina, ni nueva, ni innovadora. Es un hecho reconocido que la desigualdad en la distribución del ingreso fomenta el ahorro y facilita el financiamiento de gastos de capital, base a su vez de más altos volúmenes de producción. Las políticas de mejoramiento social son criticadas por los economistas puros porque reducen el crecimiento. En las economías plutocráticas se busca consolidar el bienestar de los potentados antes que dar empleo a los trabajadores. Más lejos todavía de la política oficial es el avance en la disminución de la pobreza. Según estadísticas recientes, el número de pobres en Estados Unidos aumentó en 1.300.000 personas en 2002.
Esto no debe quitar el sueño al grupo Bush. Los pobres no suelen votar por el candidato del partido republicano y lo que el presidente ha ofrecido es crecimiento y bienestar para quienes ya lo tienen.
Hay alternativas más justas. Favorecer a los privilegiados no es la única estrategia efectiva para impulsar la recuperación económica y el aumento del empleo. Si lo que se trata es de aumentar el gasto, sería más lógico rebajar los impuestos de los grupos de medianos y menores ingresos, que tienden a gastar proporciones mayores de su renta que los más ricos.
En contraste con el grupo Bush, el presidente Roosevelt, por ejemplo, superó la crisis más profunda del capitalismo mediante programas que incluían de manera preponderante el aumento de los gastos sociales del gobierno y la apertura de frentes de trabajo cuyo alivio de las carencias de la población era su única justificación. La política de Roosevelt no está pasada de moda, ni su estrategia es obsoleta. El enfoque contemporáneo, opuesto de manera radical a la visión de entonces, obedece a un cambio de mentalidad. La sensibilidad social y la solidaridad con quienes no disfrutan de los beneficios de la más potente economía industrial, no están en boga en el gobierno del presidente Bush.
Ojalá el ejemplo de las soluciones fáciles y el beneficio de los privilegiados no cunda, ni prospere en otras partes del mundo la tosca aplicación de las doctrinas perversas que predican que la prosperidad de los empresarios es el eje por donde pasa el bienestar de los proletarios.