Para muchos la democracia es un dogma y el presidente Bush de Estados Unidos su mejor predicador. Pero quizás la democracia sea en cambio un mito como lo indican tres ejemplos recientes.
En el estado de California, uno de los más pujantes del país que se dice guardián del sistema democrático de gobierno, bastó la combinación de leyes ambiguas, descontento colectivo y un congresista republicano con mucha plata que alborotó el cotarro para lograr que un procedimiento concebido para facilitar la destitución de los corruptos se usara para cambiar un gobernador inepto por otro musculoso. Después de haber sido reelecto con la mayoría de votos el gobernador Davis fue repudiado por los votantes. En estricta teoría esta manifestación del cambio de la voluntad popular es de la más clara estirpe democrática. Ocurre sin embargo que los pueblos cambian sus pareceres con caprichosa asiduidad, mientras el arte de gobernar exige estabilidad. El desequilibrio entre ambas variables condujo al triunfo banal de un modelo de fuerza bruta, cuyas películas de culturista se cotizan bien tras la equívoca elección.
Menos tiempo tardó la Comunidad de Madrid, en España, en revertir la voluntad del pueblo. En mayo de 2003 las elecciones arrojaron un resultado que permitía a la coalición de fuerzas de izquierda elegir las autoridades del gobierno comunitario. Dos de los electos, sin embargo, abjuraron de su partido e impidieron con sus acciones que cualquier facción prevaleciera. Ante la imposibilidad de una solución de consenso, se convocaron nuevas elecciones que el 26 de octubre dieron la mayoría absoluta al partido conservador de gobierno. Este cambio no fue, como en California, un contraste de formas sino un aparente flujo rápido de preferencias electorales que indica la fragilidad de la voluntad popular y de nuevo, su inestabilidad, fundamento endeble de gobiernos estables.
Lo de Bolivia tuvo mayor envergadura. En un nuevo episodio de lo que amenaza con convertirse en tendencia en América del Sur, el presidente constitucional, que había sido electo en comicios aceptados como legítimos, se vio obligado a renunciar ante la evidencia de su pérdida absoluta de respaldo. Divergencias de opinión ancestrales no se dirimieron en el parlamento o mediante otro espacio de diálogo, sino en la calle en donde al parecer la oposición incurrió en excesos y el gobierno recurrió a la fuerza bruta. En una época lamentable y no muy lejana, los ejércitos latinoamericanos derrocaban al gobierno de turno cuando les viniera en gana. Ahora son derrocados por el pueblo, lo cual aporta un elemento de aparente legitimidad que se refuerza con la aplicación o la interpretación de la constitución para reemplazar al mandatario destituido por otro con semblanza democrática, aunque nunca haya sido elegido para el cargo que ocupa. Ojalá Bolivia no corra la suerte de Ecuador y Paraguay con gobiernos sustitutos. Es posible aceptar como legítimos a esos gobiernos surgidos de la voluntad popular. Es difícil, sin embargo, pensar que sean democráticos en su definición tradicional.
Ante la evidencia es posible preguntarse, por ejemplo, cuál es la democracia que se pretende implantar en los países del mundo árabe. O buscar también la definición del momento, los motivos o las formas para repudiar decisiones adoptadas con legitimidad. O en fin, aceptar que no es la única forma válida de gobierno y que muchos países “democráticos” no lo son en realidad. Tal vez para mantener el mito de la democracia sea necesario aderezarlo con cucharadas de mal sabor.