La Corte Constitucional de Guatemala ha asestado tamaña afrenta a la democracia en América al legalizar la angurria del tirano en retiro Efraín Ríos Montt, de triste fama por sangriento y arbitrario cuando fue dictador de Guatemala en la década de los años ochenta del siglo pasado, cuya ambición no tiene límite y que insiste a los 77 años en agarrar otra vez el poder.
Desde 1990 el sistema judicial mantuvo el respeto a la Constitución de 1985 que determina que los golpistas no pueden ser elegidos a la presidencia, a la cual quiso aspirar desde entonces. El general y sus sirvientes buscaron la forma de reducir el impacto de la ley y Ríos Montt logró que un acólito suyo fuera electo presidente en 1999, mientras él fue de facto el director del partido de gobierno y presidió el congreso. Después de que en mayo de 2003 se proclamó su candidatura para las elecciones de noviembre próximo, los tribunales dictaminaron de nuevo que está impedido para ser presidente. La Corte Constitucional en cambio, oyendo su apelación, acogió el curioso argumento de que la cláusula prohibitoria no cubre al general de marras porque este detentó el poder antes de su adopción. Brinda así el más alto tribunal a los guatemaltecos la vergonzosa oportunidad de elegir a un déspota y la humillación de sufrir su mandato, como ha ocurrido en otros lados en donde la carencia de jueces libres e independientes y de leyes sabias ha permitido la elección democrática de los que pudrieron la democracia.
La edición electrónica de Prensa Libre, el diario guatemalteco, del 16 de julio, transcribió en su primera página como frase de la semana la pronunciada por el embajador John Hamilton, de Estados Unidos: “Nos sentimos perplejos ante esa decisión (de la Corte Constitucional sobre Efraín Ríos Montt), tan difícil de entender.”
No es para tanto, su excelencia. Usted, como todos los diplomáticos destinados a algún país de América Latina, sabe que la deleznable integridad del poder judicial es una de las siete cabezas de la hidra que envenena el continente. Lo saben también los políticos y de primera mano, los presidentes. Pero nadie hace nada por generar y mantener jueces íntegros, sabios y capaces. Al contrario, todos andan socavando las bases de la justicia dizque en nombre de la democracia. Los jueces, los maestros, los trabajadores de salud pública se dejan en casi todas partes abandonados a su suerte para que el monstruo peleche.
Se habla mucho en estos días de justicia militar, como si el concepto mismo no fuera una contradicción entre sus términos. ¿A quién se le ocurriría mandar una manada de jueces a la pelea en el campo de batalla? ¿Por qué confiar a un montón de coroneles la administración de justicia?
Resulta paradójico e incomprensible que se quiera recurrir a desviar parte de las atribuciones de los jueces y los tribunales a la jerarquía de los subtenientes y los generales y aún delegar en la policía algunas funciones judiciales. La democracia más antigua del mundo y sus imitadores al sur justifican las propuestas de investir al aparato militar de facultades judiciales alegando que se trata de profundizar la lucha contra el terrorismo. El terrorismo se está volviendo una disculpa, como lo fue el comunismo en su momento, por falta de seriedad y exceso de arbitrariedad de quienes nos gobiernan.
El mal ejemplo cunde: la oposición de Estados Unidos a la Corte Penal Internacional y el chantaje a sus aliados para que pacten la inmunidad de los legionarios del Tío Sam no son actos edificantes que inciten a los desordenados países de México hacia abajo a respetar la ley y los principios éticos ni a ungir a los magistrados que garanticen su vigencia. Todo parece confabularse para urdir un falso sentido de la equidad, predicado sobre la base del terror, eliminando prácticas civilizadas para satisfacer el ansia de revancha de los gobernantes y arrancar de cuajo los derechos civiles de los gobernados. Bienvenidas las charreteras al ámbito de las togas judiciales! Abran campo al general Efraín Ríos Montt entre los mandatarios democráticos de América!