En la democracia más antigua –y la más promocionada—la libertad de expresión está en peligro. La interpretación y práctica de la mal llamada Ley Patriota y el patrocinio de cuanto ayude a derechizar recortan el albedrío para hablar, argüir y callar. Con el funesto fiscal general John Ashcroft al timón se establece poco a poco una red de vigilancia sobre las actividades y pensamientos de los ciudadanos y crece, amenazante y hostil, el pensamiento oficial.
En el ámbito internacional, sin embargo, el derecho de opinión mantiene su vigencia. El colectivo de los intelectuales es uno de los que con mayor frecuencia lo ejercita para plantear sus puntos de vista. No hay ningún catálogo de intelectuales, ni una definición precisa. Ellos se autocalifican de tales. Son una mezcla arbitraria de escritores y filósofos, matemáticos y ex presidentes, artistas y actores, científicos y médicos, mecenas y pintores, obispos, premios Nobel o ecologistas y a pesar de que no existe fuerza que los respalde ni doctrina que los conglomere sus escritos y proclamas influyen sobre el pensamiento colectivo y sobre los que gobiernan la sociedad o las empresas.
Los intelectuales se pronuncian en grupos o de manera individual, ante grandes acontecimientos u ocurrencias nimias. La guerra de Irak, en la que se le perdió al señor Bush la lámpara de Aladino y fue imposible encontrar los nidos de armas de destrucción masiva dio para numerosas declaraciones de la élite del pensamiento y el decir mundiales. Casi todos los intelectuales conocidos emitieron sonidos por la paz.
Mientras se luchaba por la conquista de Bagdad se produjo en América una tragedia, la ejecución sumaria de tres ciudadanos cubanos y el prolongado encarcelamiento decretado contra varios oponentes de la dictadura de Fidel Castro.
El recrudecimiento de la arbitrariedad del gobierno cubano dio lugar a otra explosión de condenas de intelectuales al régimen y a sus excesos, la más destacada de los cuales fue del escritor portugués y premio Nobel de literatura José Saramago, viejo amigo de Castro y leal defensor de la revolución cubana, quien a vista de lo sucedido declaró su desengaño de Cuba y de su revolución y dijo adiós al respaldo de muchos años que les brindó. Viniendo de un comunista convencido y de un revolucionario de corazón, la condena de Saramago fue un golpe serio para el gobierno del comandante.
Otro amigo entrañable de Fidel y de su revolución, colega de Saramago como premio Nobel de literatura y quizás el más sobresaliente de los intelectuales latinoamericanos, Gabriel García Márquez calló como una ostra lo cual dio pié a que algunos escritores de cierto renombre, aprovechando entre otras la tribuna de la feria del libro en Bogotá, increparan al gran autor colombiano y le instaran a tomar partido ante lo ocurrido en La Habana.
Difícil comprender el silencio del maestro. La pena de muerte es condenable sin distingo de ideología, bien se la ejecute por lapidación como en África, por venganza irresponsable como en Cuba o por disfraz de justicia como en Texas, el estado más sanguinario de la Unión. No debería tener García Márquez ante la aberrante aplicación de la pena capital dificultad alguna en condenar el nuevo desafuero cometido por Fidel. Para callar, habrá por fuerza habido motivos de peso y esto fue lo que no supieron admitir quienes le incitaron a romper su silencio.
Tal vez, por ejemplo, el daño que una protesta pública haría a su amistad con Fidel le impediría a su juicio abogar en el futuro por los derechos de muchos cubanos perseguidos por el régimen. Quizás consideró que algún gesto diferente de carácter privado tuviera mayor efecto para moderar la conducta de la revolución. Es concebible, tal vez que concluyera que en medio del baño de sangre del mundo en el momento de los fusilamientos, estos no constituyeron el acto digno del mayor rechazo. Es posible que estuviera equivocado.
Imposible adivinar los motivos ajenos y mucho menos evaluarlos. Pero el respeto al silencio del maestro pasa por el reconocimiento de que la libertad de expresión conlleva, no sólo el derecho a opinar, sino también la facultad de callar.