En el mundo actual hay un deseo profundo de autoridad. Los desórdenes y abusos que caracterizan el sistema de democracia capitalista que prevalece en el ámbito mundial han dado origen al ansia de sometimiento a los jefes, especie de enfermedad colectiva de nuestros días.
El deseo de autoridad degenera con facilidad en autoritarismo. En Venezuela, Hugo Chávez ha impuesto sus caprichos como ley de la nación. En lugar de aprovechar una etapa de moderada confrontación con sus conciudadanos para empezar a rescatar la convivencia nacional, el ramplón militar ha emprendido la persecución política contra los líderes de la oposición. Dentro de un régimen que ha borrado las fronteras entre las ramas del poder, es difícil aceptar su explicación de que el jefe del ejecutivo acata las decisiones del poder judicial, cuando los indicios señalan que en lugar de acatarlas, las desata. Resulta también absurdo que las justas reclamaciones de figuras externas a Venezuela en favor de los opositores apresados por el régimen, hayan tenido por repuesta del ex teniente coronel la proclamación de que el suyo es un país soberano. Nadie ha discutido la soberanía de Venezuela, lo que se ha querido prevenir es la posibilidad de que un tiranuelo de menor categoría abuse otra vez de la autoridad, como es su costumbre.
En Colombia hay un culto especial al principio de autoridad. La promesa de un gobierno firme fue el factor esencial en la elección del presidente Álvaro Uribe Vélez. La dramática situación del país durante más de medio siglo explica la inclinación popular a favor de un gobierno de fuerza. Hay, sin embargo, síntomas preocupantes en esta entrega popular de la gobernabilidad a un personaje. El Procurador General de la nación ha propuesto que se invista al Presidente de la República de facultades supra constitucionales para el manejo del orden público. Esa sugerencia refleja la esperanza, que muchos colombianos comparten, de que la concentración de la autoridad garantice la seguridad democrática. Conlleva, sin embargo, el riesgo de que la escalada en la potestad presidencial convierta el cargo en un lastre para la democracia. Sería difícil negar las mismas atribuciones a quienes sucedan al actual mandatario, aún en distintas circunstancias o con diversas intenciones.
Otra que salió por peteneras fue la prestigiosa y respetable ministra de defensa de Colombia, con ocasión del regalo de 8 aviones Mirage F-1 viejos por el gobierno de España. Para rebatir las críticas del jefe de la fuerza aérea de su país, Marta Lucía Ramírez expresó su temor de que otros gobiernos europeos se abstengan de hacer donaciones similares a un país que cuestiona la utilidad y la calidad de la ayuda que recibe. En otras palabras, recomendó a los países receptores de ayuda seguir el principio de que a caballo regalado no se le mira el diente y para que no quedara duda de quién está a cargo de qué, declaró muy ufana “Yo sí mando.” La autoridad suele ser más efectiva cuando no se la vocifera.
El exceso de autoridad puede violar los derechos más fundamentales y coartar el comportamiento colectivo. El pensamiento oficial tiende, en especial en épocas de crisis, a derrumbar la capacidad de raciocinio y elección de la persona humana. Un ejemplo reciente ha sido el arresto de un ciudadano en un suburbio de la capital del estado de Nueva York, en Estados Unidos, por haberse negado a quitarse su camiseta que portaba dos lemas a favor de la paz: Paz en la Tierra y Demos una oportunidad a la Paz.
Un ingrediente que hace falta en el tejido social del Siglo XXI es lo que solía llamarse autoridad moral, de la cual sin embargo quedan ejemplos notables. Uno de ellos es el presidente de Brasil, que en lenguaje elemental propone transformaciones fundamentales. Al lanzar la campaña Cero Hambre Lula dijo “Quiero que las personas puedan tomar un desayuno, almorzar e ir a la cama con el buche lleno.” Propicia así una guerra diferente de todas las demás, que busca lograr que los cultivos fructifiquen en lugar de arrasarlos con veneno desde el aire, en una cruzada sin operaciones militares ni redadas de policía porque no está encaminada a llenar las cárceles sino los estómagos de los hambrientos. Lula ofrece, más que una revolución de estructuras, un vuelco revolucionario de prioridades que reconoce que el hambre es más importante que las drogas y pone la autoridad al servicio de las necesidades básicas de su pueblo.