Hace ya tiempo, aún cuando en términos de la historia apenas un momento, un presidente de Estados Unidos lanzó el programa de la Alianza para el Progreso. El presidente John F. Kennedy entendió que la defensa del interés de Estados Unidos no consiste en constreñir a otros pueblos a pensar como piensa Washington, sino en colaborar para que cada uno progrese sin perder su identidad. Su proyecto de coalición en América se edificó sobre la noción de apoyar a los países en el logro de sus propias metas de desarrollo. Los planes preparados por cada gobierno fueron los patrones contra los cuales se midió el grado de progreso y sirvieron como argumento para obtener la cooperación financiera y técnica estadounidense.
Han pasado cuarenta años desde cuando nació la Alianza y el gobernante actual de la nación que Kennedy lideró tiene el concepto opuesto de las cosas. En lugar de un acuerdo de voluntades para conseguir objetivos comunes, el grupo Bush quiere imponer una fórmula que pasa por acomodarse a los caprichos de la Casa Blanca para que los países pobres obtengan ayuda y opten al progreso. El método propuesto para distribuir limosnas recuerda a grandes rasgos la “certificación” con la que la Casa Blanca premiaba a sus secuaces en la guerra contra las drogas. El país que quiera recibir ayuda de la Cuenta del Desafío del Milenio (Millenium Challenge Account) inventada por el presidente Bush, habrá de ser ante todo bien pobre. Tendrá que pedir que se le ayude y al hacerlo se someterá al juicio de una comisión que le dará puntaje según su buena conducta se refleje en el culto práctico al mercado libre y a la democracia capitalista. La calificación total, comparada con la de otros pobres de solemnidad, le dará o no la oportunidad de agarrar los ansiados dólares. Y el pensador de Tejas dice que así evitará financiar la corrupción, como al parecer cree que lo hicieron sus antecesores (su padre incluido)
Los países ricos que destinan parte de sus recursos a cooperar con otros que no disponen de ellos, aún cuando sea en cuantía relativa tan exigua como la que Estados Unidos asigna a la cooperación internacional, tienen el evidente derecho de decidir a quiénes los dirigen y bajo cuales condiciones. Los requisitos diseñados para la Cuenta milenaria no son criticables y muchas de las condiciones impuestas por Washington son hasta loables. Más vulnerable es, sin embargo, la falta absoluta de sensibilidad con la dignidad y la independencia de los presuntos recipientes que en lugar de ser responsables de .adoptar su propia política de organización social y económica, deberán demostrar que ejecutan con propiedad la del dadivoso Tío Sam.
Es curioso que algunos dirigentes de la superpotencia no comprendan que este espíritu de supervisores del género humano les haga acreedores a la antipatía global. Desde su púlpito imperial se las arreglan para pensar que el resto del mundo les debe pleitesía. Se preguntan incrédulos por qué la reciente encuesta del Pew Global Attitudes Project demostró que en 19 de los 27 países en donde fue posible identificar una tendencia, Estados Unidos está perdiendo popularidad.
En contraste con el país de Bush y sus subgerentes hay, por fortuna, otro Estados Unidos, en actitud de solidaridad y de servicio, guiado por personajes de la talla histórica de Jimmy Carter, quien al recibir el Premio Nobel de la Paz en el Día Internacional de los Derechos Humanos afirmó que ha sido tradición de sus compatriotas no suponer que ser dueño de la fuerza suprema garantice la suprema sabiduría. Ojalá que ese pueblo generoso y altruista surja por encima de las veleidades de quienes lo representan ahora sin reflejar sus virtudes sino sus vicios.