Lo que no enseñaron los reverendos padres

Los gobiernos de dos de las principales democracias de América, Colombia y Estados Unidos, piensan que el fin justifica los medios. Lo contrario de lo que enseñaban con tanto ahínco los padres jesuitas a mediados del siglo pasado.

Para la Casa Blanca la misión es defender los intereses de Estados Unidos. Lo que es bueno para Estados Unidos es bueno para el mundo. El presidente Bush destruye tratados internacionales porque la comunidad de naciones no persigue los mismos intereses de su país; arrasa el medio ambiente porque su defensa es costosa para las grandes corporaciones, que son su alma y la de los suyos; proclama el libre comercio como filosofía de vida, pero impone tarifas para evitar importaciones de acero que compitan con la industria doméstica y subsidia los productos agrícolas para que puedan invadir, en nombre de Washington, los mercados externos; impulsa y firma una ley de seguridad territorial (“homeland security”) y a su paso por el congreso le cuelga micos para agradecer las contribuciones de los productores de medicinas durante la reciente campaña electoral. Enfurecido, con razón, por los ataques nefastos del 11 de septiembre de 2001, lanza una guerra feroz contra el terrorismo y con el apoyo de su abogado de cabecera, John Ashcroft, inventa interpretaciones y añadidos a la ley que le permiten buscar sus fines sin la menor consideración a los derechos legales de los presuntos terroristas. Escoge como en el póquer la terna de los malignos, descarta dos y se apresta a invadir al otro según su teoría de atacar antes de que te ataquen para prevenir cualquier presunto ataque.

El fin último que persigue el gobierno de Colombia, la seguridad democrática, es de lo más loable. No lo son tanto los medios para lograrlo que incluyen desde la delación organizada al contrasentido de la “justicia militar” y el desprecio por la rama judicial.

Ambos gobiernos son socios en la recién descubierta guerra contra el terrorismo y en la más envejecida guerra contra las drogas. Han emprendido juntos una campaña de fumigación aérea de dudoso beneficio e indudable daño de la salud y los cultivos legítimos de los campesinos colombianos. Han desatado también una etapa de extradiciones continuas a Estados Unidos, que invitan a reflexionar sobre la urgencia de reformar y fortalecer la justicia colombiana.

El pueblo estadounidense, cansado sin duda de tanta prosperidad y tanta paz como había, se ha uncido al proyecto de un líder que invita a la aventura y la conquista, tan cercanas al corazón nacional. El presidente de Colombia, una versión refinada de los caudillos sudamericanos, empacado en Londres como lo fue el gran presidente del siglo XX Alfonso López Pumarejo, ha tenido la virtud de despertar el dormido patriotismo de sus conciudadanos.

En las dos democracias hay todavía libertad de prensa y de opinión, o al menos los gobiernos no las han amordazado hasta el momento. Ni falta hace, porque en tiempos de guerra los presidentes se convierten en símbolos infalibles de la patria y por más tonterías que digan o arbitrariedades que comentan se vuelven también inmunes a la crítica; quien se atreva a atacarlos se expone al peligro de herir su identidad de semidioses y de revolver las convicciones y lealtades de sus compatriotas, para quienes los disidentes son traidores a la causa común. Esta censura espontánea respalda a quienes, con el noble objetivo de salvar la democracia, no tienen empacho alguno en saltar por encima de cuanta norma democrática se les atraviese en el camino. Están lejos en el pasado aquellas clases de ética donde nos enseñaban que el fin no justifica los medios.

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