No Sabemos Convivir

Los conciudadanos, en los países, no sabemos convivir. Tampoco lo saben los pueblos en el mundo. Por eso, en un intento de garantizar al menos la coexistencia, nos hemos lanzado al espionaje.

En Estados Unidos, donde las funciones de detectivismo del FBI (la agencia federal de investigación) se han combinado siempre con las de espionaje doméstico, la guerra contra el terrorismo y el fantasma de la guerra contra Irak han originado medidas más evidentes y contundentes de fisgoneo, mediante la vigilancia especial ejercida respecto de las personas de etnia árabe, en especial pero no en exclusiva iraquíes, bien sean visitantes que desean ingresar a Estados Unidos, residentes legales e ilegales en el país y aún ciudadanos naturalizados.

Un tribunal especial que sesiona en secreto, integrado por tres jueces nombrados también a escondidas por el presidente de la Corte Suprema de Justicia ha dictaminado que las amplísimas facultades otorgadas al ejecutivo por la llamada Ley Patriota son constitucionales. El fiscal general, John Ashcroft, saludó entusiasmado el fallo que le permite intensificar la intercepción de comunicaciones, vigilar el uso de los servicios de Internet y conseguir órdenes secretas para efectuar allanamientos y requisas contra cualquier sospechoso de posibles actividades terroristas.

Se habla, además, de que los principales asesores del presidente Bush estudian el proyecto de establecer una agencia federal para dirigir el espionaje doméstico. Esa entidad podría construir una base de datos universal de quienes residen en el país.

Uno de cada cuarenta colombianos hará parte de una red de denuncia de sus compatriotas, elevando al conocimiento de la fuerza pública toda actividad o comportamiento sospechoso y recibiendo recompensas en dinero por las quejas que resulten útiles.

Hace ya muchos años, cuando estudié en Medellín, los delatores de las faltas graves y pequeñas de sus condiscípulos se llamaban Soplones o Sapos y se les tenía por la más baja de las especies estudiantiles. Años más tarde, cuando cursé derecho, el respeto a la vida privada de los ciudadanos se decía elemento integrante esencial de la democracia. Hoy las manadas de Soplones constituyen una de las bases sobre la cual se fundamenta el orden nacional y el fiscal de la mayor democracia del mundo se regodea con la posibilidad de violar el santuario de la vida personal de sus conciudadanos.

No es que en el curso de las últimas décadas la fisonomía de los Sapos se haya hecho más atractiva, ni la imagen del estado intruso menos despreciable. Ha ocurrido en cambio que el respaldo militar a las estructuras civiles va siendo reemplazado por brigadas de detectives y de espías, aficionados y profesionales. Por no aprender a vivir con el prójimo hemos resuelto institucionalizar la desconfianza. La cultura del espionaje nos salvará sin duda de algunos incidentes lamentables y quizás de verdaderas tragedias. Pero dará rienda suelta a la suspicacia, será buen caldo de cultivo para la traición y la venganza y desvirtuará el ejercicio de la democracia.

Un punto de reflexión para quienes con el voto, los comentarios o el pago de impuestos estamos solventando el nuevo sistema de vigilancia: todo ese engranaje de instituciones perversas, esos millones de personas entrenadas para husmear, delatar y perseguir, pueden un día volcarse en apoyo de fuerzas distintas de las que hoy ejercen el poder, contrarias tal vez a los principios que todavía nos animan y vengarse de quienes los hemos creado.

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