¿Quién triunfó en las Naciones Unidas?

La unanimidad de votos del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas en aprobación del tercer borrador de resolución presentado por Estados Unidos para obligar a Irak al desarme ha sido interpretada por la gran prensa estadounidense como un triunfo del presidente Bush y de su general secretario de estado Colin Powell.

Esa lectura triunfalista de lo acaecido es equivocada o al menos distinta de la que resulta de una evaluación desapasionada. Si alguien triunfó, fue el resto de sentido común que por fortuna queda todavía sobre la faz de la tierra y que nos libra a duras penas de las catástrofes a las que nos conduciría la locura colectiva de los gobernantes. La resolución 1441 del Consejo de Seguridad no coincide con la propuesta inicial estadounidense porque era inaceptable para otros miembros, en especial Francia y Rusia. Tampoco se conforma a lo que el gobierno francés o el ruso proponían, que no contaba con la aceptación de Estados Unidos. Fue por el contrario resultado de un proceso de negociación en el cual unos y otros cedieron, para llegar a un acuerdo que, si bien no respondía con plenitud a sus aspiraciones, tampoco despertaba su rechazo. Quienes participaron en esa búsqueda de un mínimo común denominador no pueden ser calificados de vencedores o vencidos. Fueron simples peones en la trama de las Naciones Unidas, que no fue creada para ungir líderes sino para evitar que la mitología de los grandes conductores de pueblos lleve a la destrucción de la paz y de la seguridad internacional.

Este episodio ha dado lugar a un momento de espera, que puede resultar fugaz, en el cual se afinca la esperanza de que ningún gobierno, por poderosa que sea la potencia que comanda o por ciego el apoyo que reciba de sus súbditos, pueda decidir por sí mismo sobre la suerte de ninguna otra nación. Al día siguiente de la aprobación más de 500.000 personas se reunieron en Florencia, convocadas por el Foro Social Europeo, para afirmar que “Queremos un mundo diferente, de libertad y democracia.” Son eventos afortunados en un tiempo de la historia en que la democracia parece servir de escondrijo a la tiranía.

La guerra contra el terrorismo, un enemigo contra el cual las grandes mayorías nos unimos, ha desatado en quienes la conducen el equivocado sentido de que la arbitrariedad y la justicia son la misma cosa. En Estados Unidos los jueces han protestado por la forma como el ejecutivo ha violado los más elementales derechos de los detenidos en secreto, sin fórmula de juicio y en muchos casos sin acusación concreta, despojados de acceso al consejo de abogados, en aras de la persecución del terrorismo. En Colombia la Corte Suprema de Justicia ha recordado en términos tajantes al Presidente de la República la obligación constitucional que tiene de respetar el fuero del poder judicial.

Es necesario reconocer que tanto en Colombia como en Estados Unidos la mayoría de los ciudadanos está de acuerdo con las medidas arbitrarias del ejecutivo. Tanto el presidente Bush como el presidente Uribe y sus ministros y voceros Fernando Londoño y John Ashcroft parecen gozar de amplio respaldo mayoritario. Quienes seguimos pensando que los caprichos o la terquedad de los gobernantes y aún sus decisiones acertadas no priman frente a la ley estamos en abierta minoría. Por estrictos patrones democráticos la mayoría tiene la razón y los demás estamos equivocados. Es una equivocación en la que vale la pena persistir porque la historia es pendular y hay que apostar a que haya un futuro de equilibrio y equidad.

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